Con casi medio siglo entregado a la medicina, Eduardo Díaz-Rubio no se ha jubilado del todo. O, al menos, no de su pasión por comprender el cuerpo humano y anticipar el futuro de la medicina. En su obra más reciente, Un viaje hacia la inmortalidad (Ariel, 2024), no promete fórmulas eternas, pero sí lanza una reflexión: ¿de qué sirve vivir más si no vivimos mejor?
En una conversación lúcida y generosa, el doctor repasa los hitos biomédicos más prometedores, desde las células inmortales HeLa, a la reprogramación celular, pasando por la inteligencia artificial clínica, y plantea los dilemas éticos que nos esperan. Se detiene también en lo esencial: “La medicina no puede deshumanizarse. La palabra, la compañía, la escucha… también curan”. Asegura que el secreto de la longevidad no está solo en el laboratorio, sino en algo tan simple, y tan difícil, como mantener la ilusión.
A sus 78 años, sigue usted ejerciendo su profesión…
Ya no paso consulta, pero no he dejado de estar activo. Yo siempre he entendido que envejecer no es una cuestión de edad, sino de perder los proyectos. Y mientras tenga retos por delante, no me considero viejo. Para mí, esa es la clave. Cuando la vida deja de darte motivos para ilusionarte, o la enfermedad te tumba, es entonces cuando realmente uno envejece. Tras jubilarme como jefe de servicio, llegó una nueva etapa: la presidencia de la Real Academia Nacional de Medicina. Desde ahí intento seguir aportando, reflexionando sobre el presente y el futuro de la medicina.
Como médico, ¿cuál es su consejo para vivir más y mejor?
Tener proyectos. Si uno no tiene ilusión, si no tiene algo en lo que volcarse, ahí empieza la verdadera vejez. Para mí, ese es el punto importante, seguir con ilusión y con ganas de aportar. Eso alarga la vida.
Cuando la vida deja de darte motivos para ilusionarte, o la enfermedad te tumba, es cuando realmente uno envejece
“Un viaje hacia la inmortalidad”… ¿Qué quiso transmitir al titular así su obra?
Este libro es una exploración científica y también simbólica. Hoy sabemos que hay células inmortales, como las tumorales, las embrionarias o las madre, y eso nos lleva a preguntarnos: ¿por qué nuestras células no podrían adquirir esa capacidad algún día? Pero el fondo del libro no es una promesa de eternidad, sino una reflexión sobre cómo vivir más y con sentido. La inmortalidad no es tanto una meta como una excusa para detenernos a pensar qué significa realmente envejecer bien. Qué lugar ocupan la ética, el cuidado, la tecnología y el vínculo humano en ese proceso. Al final, más allá del laboratorio, lo que verdaderamente nos trasciende es cómo vivimos, a quién acompañamos y qué dejamos en los demás.
¿Por qué decidió escribirlo en esta etapa de su vida?
Porque estamos en un momento de cambio radical en muchos aspectos: en longevidad, en tecnología, en genética… y es importante detenerse a pensar qué implican esos avances. No solo a nivel médico, sino social y ético.
Comenta que fue en París, con solo 18 años, cuando descubrió su vocación médica. ¿Qué ocurrió?
Fue en el verano de 1966, justo después de terminar primero de Medicina. Conseguí una beca para formarme en un hospital de referencia en París. En la sala de espera conocí a una chica de mi edad; pensé que era otra estudiante como yo... pero era una paciente. Tenía cáncer de cuello uterino. Fue la primera vez que me enfrenté cara a cara con el cáncer. Me marcó profundamente.
Y esa experiencia fue determinante para su carrera…
Sin duda, por eso me dedico a la oncología. Años después, ya licenciado, volví a París y me dediqué a la investigación. Allí conocí las células HeLa, un cultivo celular inmortal obtenido del tumor de Henrietta Lacks, una paciente afroamericana con el mismo tipo de cáncer. Esas células revolucionaron la ciencia, pero también plantearon serios dilemas éticos sobre el consentimiento, la equidad y el papel de los pacientes en la historia de la medicina.
La inmortalidad no es tanto una meta como una excusa para detenernos a pensar qué significa realmente envejecer bien
Eduardo Díaz-Rubio, presidente de la Real Academia Nacional de Medicina, especialista en Oncología Médica.
¿Qué tienen de extraordinario las células HeLa para haber revolucionado la medicina?
Estas células se reproducen indefinidamente y eso es lo que me fascinó. Gracias a ellas hemos avanzado en el conocimiento del cáncer, en la vacuna contra la polio, en enfermedades como el SIDA, el Parkinson... Hoy estas células siguen vivas, han viajado al espacio y se usan incluso en la industria cosmética. Pero todo empezó sin consentimiento. Henrietta Lacks ni siquiera supo que se usaron sus células, ni tampoco sus familiares. Hoy esto sería impensable.
¿Qué lecciones éticas nos deja el caso de Henrietta Lacks?
Ahora el consentimiento informado es obligatorio, y hay un mayor control ético en la investigación biomédica. Lo de Henrietta nos recuerda que detrás de cada avance hay una historia humana. Y que el progreso científico nunca puede estar por encima de la dignidad de las personas.
Usted ha defendido que hoy podemos prevenir el cáncer de cérvix, gracias a ella. ¿Hasta qué punto es esto una realidad?
Sabemos que el virus del papiloma humano es el principal causante de ese tipo de cáncer, y gracias a esas investigaciones se desarrolló una vacuna eficaz. En los países desarrollados estamos cerca de erradicarlo, pero cada año siguen muriendo más de 300.000 mujeres por falta de acceso a esa vacuna.
¿Existe realmente un límite biológico para la longevidad humana?
Sí, es lo que se conoce como el límite de Hayflick. En organismos complejos como el humano, las células normales no se dividen indefinidamente, solo unas cincuenta veces, y ese límite celular sitúa la longevidad máxima en torno a los 120 años. Hemos pasado de vivir 34 años en el siglo XX a 84 hoy, pero hay un techo biológico. La cuestión no es solo si podemos alargar ese límite, sino cómo llegamos a él. Ahí está la verdadera clave.
En los países desarrollados estamos cerca de erradicar el cáncer de cérvix, pero cada año siguen muriendo más de 300.000 mujeres por falta de acceso a la vacuna
¿Y podríamos superar el límite algún día sin cruzar ciertas fronteras éticas?
Hay avances prometedores en epigenética, en los llamados senolíticos, que son fármacos que eliminan células envejecidas, y también en la reprogramación celular. Pero aún estamos lejos. Todo lo que rejuvenece una célula puede también volverla tumoral. Es una línea fina y delicada. Y aquí entra un debate fundamental: ¿hasta dónde queremos llegar? La ciencia avanza a gran velocidad, pero la ética lo hace más lentamente. El caso del científico chino que editó genéticamente a dos embriones de unas gemelas, para hacerlos resistentes al VIH fue una señal de alarma. No solo alteró a dos personas, modificó una línea genética que puede afectar a toda su descendencia. Cambiar un embrión es intervenir en el futuro de la especie. Por eso debemos avanzar, sí, pero con límites muy claros.
También existen tecnologías como CRISPR…
Sí. CRISPR, esta especie de “tijera genética” que permite cortar y editar el ADN, ha abierto posibilidades inmensas. Pero también plantea dilemas, debemos tener claro que no todo lo técnicamente posible es éticamente aceptable. Como sociedad, no solo como científicos, tenemos que decidir hasta dónde queremos llegar… y sobre todo por qué.
¿Qué papel está jugando la inteligencia artificial en este contexto?
Está revolucionando la medicina. Mejora los diagnósticos, permite personalizar tratamientos, reduce errores y ofrece información inmediata al paciente. En muchos casos, incluso supera al médico en precisión y capacidad de análisis. Pero debemos tener claro que su utilidad no implica que pueda sustituir el juicio clínico… y mucho menos el vínculo humano. Es una herramienta poderosa, y como tal, necesita regulación ética. Puede ayudarnos a hacer mejor medicina, más eficaz y segura, pero no puede deshumanizarla. Lo esencial sigue siendo escuchar, acompañar y entender al paciente. Una máquina, por inteligente que sea, no puede reemplazar una mirada, una palabra ni una mano que escucha.
En muchos casos, la inteligencia artificial incluso supera al médico en precisión y capacidad de análisis
Cree que hoy en día, ¿ha cambiado la relación médico-paciente?
Creo que se ha debilitado. Y no por falta de vocación, sino por las condiciones del sistema: exceso de pacientes, sobrecarga burocrática, pantallas que interrumpen la conversación, protocolos que reducen el tiempo a pocos minutos. Todo eso erosiona el vínculo. Como decía Marañón, lo más revolucionario que puede hacer un médico es sentarse junto al paciente, mirarlo, escucharlo, cogerle la mano. Esa cercanía, esa medicina emocional, no puede perderse.
Y, ¿qué ha aprendido usted sobre el papel del médico a lo largo de los años?
Que la medicina no puede deshumanizarse. La palabra, la compañía, la escucha… también curan. La técnica no sustituye al contacto. Y la formación continua. Hoy más que nunca, el médico debe siempre aprender a desaprender.
¿Cómo imagina la medicina dentro de 30 años?
La medicina de las próximas décadas será completamente distinta. Imagino una medicina mucho más personalizada, basada en el análisis del genoma y adaptada a las características únicas de cada paciente. Será también más preventiva, más eficiente y, sobre todo, más domiciliaria. Iremos hacia un modelo en el que los hospitales se transformen, y muchos tratamientos se realizarán en casa, con apoyo tecnológico. La inteligencia artificial jugará un papel clave, ayudará a diagnosticar, a decidir tratamientos y a evitar errores. Pero si perdemos la dimensión humana, si desaparece el vínculo médico-paciente, habremos fracasado. Porque lo esencial en medicina, y eso no cambiará nunca, es mirar, escuchar, acompañar. La técnica avanza, pero la humanidad no puede quedarse atrás.
Lo más revolucionario que puede hacer un médico es sentarse junto al paciente, mirarlo, escucharlo, cogerle la mano
En su libro menciona que durante la pandemia conoció y acompañó a muchas personas a través de las redes. ¿Qué significó esa experiencia para usted?
Fue una experiencia profundamente reveladora. Cada día organizábamos un programa y acompañábamos a personas mayores que se sentían solas, muchas sin acceso a información médica directa. Esa conexión diaria no solo ofrecía consuelo, también generaba vínculos reales. Me di cuenta de que la compañía y la palabra también pueden alargar la vida. Fue una forma de medicina emocional… y una gran lección de humanidad.
¿Qué le gustaría que entendiéramos mejor sobre el envejecimiento?
Que envejecer no es una cuestión de edad, sino de actitud. No empieza cuando cumplimos años, sino cuando perdemos la curiosidad, la ilusión o los vínculos que nos conectan con los demás. Puedes tener 95 años y estar plenamente activo, y también puedes ser joven y haber envejecido por dentro.El envejecimiento verdadero aparece con la fragilidad, la dependencia… pero también con el vacío de sentido. Por eso, para mí, la clave está en mantener la mente viva, seguir aprendiendo, cultivando relaciones y sintiéndonos útiles. La edad no debería ser una etiqueta, sino una etapa más del viaje. Y ese viaje, si se vive con propósito, puede ser profundamente fértil.







