En Catalunya existe una tipología de restaurante único: la masía. Son sitios populares, cuya carta no alberga sorpresas y que va de las ensaladas catalanas, verdes o mixtas a las carnes de pollo o cordero a la brasa, pasando por algún guiso como el fricandó, los pies de cerdo o la carrillera y platos como los canelones o la butifarra con judías. El allioli, que no falte y el pan, con tomate, ajo, aceite y bien tostado. Pero, ¿cómo llegaron los restaurantes a las masías?
Para empezar, las masías y las llamadas cases pairals no se originaron con la función de ofrecer comida al público. “Las masías y los masos eran unidades de producción que vivían del producto del campo”, dice Judit Pujadó, editora de Sidillà y autora de Arrelats. Masos, masies i famílies antigues de Catalunya, l'Aran i Andorra (Sidillà, 2023). Pero tras la Guerra Civil, que aceleró los procesos de éxodo rural ya iniciados con la Revolución industrial, aquellas casas que formaban un todo con el entorno rural empezaron a abandonarse, ya que no se nutrían, tal y como sí lo hacían las fondas, de los viajeros que estaban de paso.

Exteriores del restaurante Can Jubany en una masía en Calldetenes, Barcelona
“Respondían a un modelo agrícola y ganadero que se ha ido perdiendo”, explica Marta Lloret, conocida por su tarea divulgadora del patrimonio de masías catalanas en sus redes sociales y con su libro La caçadora de masies (Columna, 2023). “Cuando este modelo entró en crisis, las casas con más miserias, más remotas y con unas condiciones más difíciles, empezaron a quedar vacías. Desde entonces, se han buscado fórmulas para mantener las edificaciones”.
Las soluciones mayoritarias pasaron por convertirlas en restaurantes o alojamientos rurales. “Normalmente son edificios que ya no pertenecen a las familias que los habitaron ni a sus antiguos propietarios, y que se han comprado para desarrollar una actividad económica vinculada al turismo y la hostelería en un momento en el que el ocio empezó a ser una parte importante de la vida”, afirma Lloret, que señala que el boom de esta transformación de las masías productivas en restaurantes u hoteles tuvo lugar en los años 90.
“En sus cartas no se ofrece nada de lo que allí se comía, aunque tratan de vender una suerte de tradición ficticia”, comenta la divulgadora, a la que no le parece una buena solución crear este tipo de negocios en unos edificios que considera patrimonio arquitectónico catalán. “Albergar un restaurante en una masía, aunque parezca que va a preservar el edificio, va en contra de su conservación: un negocio de hostelería moderno requiere ejecutar obras en la estructura de la masía que terminan por destruir espacios como la cocina. Las masías tendrían que volver a tener su función original, de núcleos productivos agrícolas y ganaderos, a la vez que preservadores del entorno rural forestal”.
Preservación arquitectónica
Convertir una masía en restaurante puede dañar su estructura original, ya que las obras afectan sus espacios tradicionales
Para Pujadó, las únicas masías que mantienen su vinculación con la productividad agrícola son las que han estado vinculadas al vino. “El vino es algo que se ha ido revalorizando mínimamente, pero no ha ocurrido con el resto de productos, de ahí que se hayan abandonado, desapareciendo o quedando ruinosas muchas de ellas, o vendido para reformarlas en restaurantes o alojamientos”.
Poco queda de la cocina que históricamente se había practicado en estos restaurantes ubicados masías. “Estos sitios tienen un deje romántico que nos llevan a pensar que hacen una cocina tradicional, pero no es así”, cuenta Oriol Rovira, cocinero del restaurante Els Casals, ubicado en la antigua casa pairal de la familia, y propietario de La Rovira, una casa de agroturismo también en un edificio histórico. “Hablamos de una época en la que la cocina era el espacio más importante de la casa porque de ella dependía la alimentación, que también era lo más importante de la vida. Se aprovechaba todo lo que había alrededor porque los besugos no caían del cielo y los pollos, que se mataban de uno en uno, y una vez al mes para comer diez, tampoco”.
Estos sitios tienen un deje romántico que nos llevan a pensar que hacen una cocina tradicional, pero no es así”
Rovira habla de una cocina mucho más vegetariana “porque antes no se ataban los perros con longanizas”, pero no por ello menos interesante. “No era una cocina grandilocuente pero sí era muy rica desde el punto de vista antropológico: era una cocina de una olla colgada sobre las brasas, donde se cocinaba un caldo con mucho nabo y chirivía, algo de panceta o manteca y patata, escudella, garbanzos, gachas, maíz o trigo escuadrados”. Rovira, aunque también ocupa una masía desde 1998, no reproduce el menú clásico de aquellos restaurantes que se pusieron el traje tradicional para ofrecer la abundancia de la modernidad, sino que se basa en la filosofía del aprovechamiento del entorno, “de comprar poco” y de la recolección de productos del bosque y del campo: “setas, caracoles, ranas, barbos, cangrejos de río, caza, cultivo y huerta de cada momento del año”.
Para Philippe Regol, observador gastronómico, “existe una simbiosis entre el marco de la masía y el tipo de cocina que se supone que ofrece el entorno, se da una relación entre el contenido y el continente, pero la mayoría no están a un buen nivel, no hay un mínimo de calidad en las carnes y los vegetales que se van a utilizar, y están muy masificadas”.