La Argentina que soñó con su propio ‘fast food’
Novedad editorial
La periodista Solange Levinton recoge en su libro ‘Un sueño made in Argentina’ el auge y caída de Pumper Nic, la primera cadena de comida rápida que triunfó en el país del asado
El vaso de café inmortalizado en el cine que se convirtió en un icono de Nueva York
Menú de Pumper Nic
Es 8 de octubre de 1974. Un martes primaveral en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Juan Domingo Perón hubiese cumplido setenta y nueve años. Su viuda, Isabel Perón, se prepara para conmemorar la fecha con un oficio religioso en la residencia presidencial. El país atraviesa una crisis política: atentados, secuestros y una creciente sensación de inseguridad. Mientras tanto, a trece calles de la Casa Rosada, un grupo de jóvenes empleados se pone los uniformes, retira los papeles que cubren los ventanales, enciende las máquinas y se dispone a abrir el primer local de comida rápida del país. Sin saberlo, estaban a punto de cambiar la cultura gastronómica argentina.
Pumper Nic fue la primera cadena de fast food en el país del asado. En pocos años, llegó a tener setenta locales, expandirse a Brasil y Uruguay, y facturar sesenta millones de dólares anuales. La marca era un emblema de modernidad, hasta que fue eclipsada por la llegada de las grandes cadenas internacionales (su logo, letras rojas encerradas entre dos panes, le traería consecuencias legales). Hoy no quedan rastros materiales de su existencia, salvo en la memoria de ex empleados y clientes nostálgicos, como retrata la periodista Solange Levinton en su libro Un sueño made in Argentina (Libros del Asteroide). Su investigación revive el auge y la caída de la empresa que sobrevivió a una dictadura, a una guerra, a la hiperinflación y, a pesar de todo, logró introducir la hamburguesa “en el país del bife de chorizo”.
Primer local de Pumper Nic
“Si fuiste feliz en un lugar, ese lugar ya no puede traicionarte”, comenta Levinton en diálogo con La Vanguardia. Fue en enero de 2020 cuando la autora volvió a pensar en los mediodías en que su abuela Rosita la llevaba a comer a Pumper Nic. “Me esperaba en la puerta del colegio con su sonrisa y un plan pensado para mí”. Al comenzar a hacer algunas entrevistas y descubrir que muchos todavía llamaban frenys a las patatas fritas —tal y como se ordenaban en aquel local—, comprendió que no era la única que conservaba un vínculo afectivo con la marca y la curiosidad por entender el destino de aquel imperio del que, de pronto, no se supo más nada.
“Ir a Pumper era como entrar a otra galaxia”, recuerda uno de los entrevistados por Levinton en el libro. Mientras en los restaurantes tradicionales los mozos vestían pajarita y servilleta al brazo, en Pumper Nic atendían jóvenes, chicos de la misma edad que sus clientes. El ambiente era colorido, dinámico, casi cinematográfico. Pumper Nic no solo cambió el gusto: cambió los hábitos. Enseñó a los argentinos a levantarse de la mesa, pedir en el mostrador, comer con las manos y tirar sus propios residuos. Aquello que hoy es intuitivo requería en su momento un manual instructivo que la empresa repartía entre los clientes. “A diferencia de cualquier otro restaurante –explicaba el folleto–, en el sistema fast food el cliente paga antes de recibir su comida”. Comer rápido, en cartón y con la mano, “como en los países más desarrollados del mundo”.
La periodista Solange Levinton
Uno de los secretos del éxito fue adaptar el paladar. Las hamburguesas se adobaban con especias y se doraban con un toque de parrilla, lo que las alejaba del sabor estadounidense y las acercaba al gusto argentino. “Se ganaba un dineral”, recuerda en el libro Alfredo González, gerente del primer local. “Antes de cumplir diecinueve años cobraba un veinte por ciento más que el gerente de un banco”.
Sin embargo, el sueño criollo de la comida rápida tuvo un final abrupto. A comienzos de los noventa, la irrupción de las grandes cadenas internacionales desplazó a la empresa local, que no pudo sostener la competencia ni modernizar su estructura. Demandas legales por el parecido de su logo con el de la multinacional estadounidense Burger King terminaron por asfixiarla. En 1996, tras más de veinte años de historia, Pumper Nic bajó sus persianas definitivamente.
Del creador de la empresa, Alfredo Lowenstein, se sabe poco más que su nombre. Hoy ronda los ochenta años y nunca concedió una entrevista durante las dos décadas en que dirigió Pumper Nic. Tampoco quiso hacerlo para el libro de Levinton. Según algunos testimonios, vive retirado en un castillo en Italia, rodeado del mismo silencio que siempre cultivó. Un sueño made in Argentina reúne voces cercanas a su entorno familiar y logra, al menos, correr ligeramente el velo sobre su figura. Sus allegados recuerdan cómo el empresario, tras inspirarse en sus viajes a Miami, concibió la primera gran cadena de comida rápida del país. Y también cómo, cuando intuyó que el ciclo estaba cumplido, decidió apartarse por completo, dejando tras de sí una marca que se volvió leyenda. “Jamás apareció en nada, ni en la gacetilla de apertura, ni en las entrevistas cuando la empresa ya era un éxito”, comenta la autora. “Es un empresario de raza y lo que le interesaba era hacer un negocio que funcione, no necesariamente convertirse en una cara visible”.
De aquel universo grasoso y colorido hoy solo quedan fotos borrosas, algunos carteles guardados en depósitos y una memoria colectiva teñida de nostalgia. Pumper Nic fue más que una hamburguesería: significó una ventana a la modernidad en una época turbulenta y definió el sabor de una generación. “A nivel empresarial, fue un ejemplo de supervivencia; y a nivel humano, habla de quiénes fuimos”, dice Levinton. “Si tanta gente lo recuerda con cariño y forma parte de la memoria afectiva de varias generaciones, me parece importante que ese recuerdo siga vivo”.