Pocos saben que la cava de referencia en enoturismo, alzada elegantemente entre viñedos del Penedès, empezó en el garaje de una urbanización en 1983. Hoy la bodega —con un cálido restaurante, terraza con mirador a las viñas y entrañable wine bar con tienda— recibe a miles de visitantes, especialmente de Barcelona. El año pasado facturaron 5.800.000 €. Y es que la historia del éxito de Castelo de Pedregosa es saber picar piedra. Literalmente.
En 1974, con solo 14 años, el fundador, Bartolomé (Tolo) Pedregosa empezó a trabajar en la bodega Marqués de Monistrol. Aprendió de todo. Con los años soñó con elaborar sus propias botellas de champán como hobby para familiares y amigos. De 1983 a 1993 sus ilusiones líquidas dejaron sin espacio primero al local de los suegros (Bar Evaristo), después al subterráneo de su casa, y finalmente a los garajes de los vecinos de la barriada de El Portell (Piera), convertidas en improvisados almacenes de botellas en rima. Cuando Tolo Pedregosa y Mari Carmen Castelo bautizaron su bodega, intercambiaron el orden de sus apellidos. Así nació Castelo de Pedregosa, pero sin un pan bajo el brazo.
En 1993, Tolo y Carmeta invirtieron hasta la última peseta en maquinaria, permisos y registros en la DO Cava. “Cuando tuve que comprar el vino base no tenía un duro, así que pedí 1.000 pesetas y propuse un plan”, recuerda Tolo. El dinero prestado serviría para elaborar 100 botellas. El primer año, 75 serían para el prestamista y 25 para Tolo. Al año siguiente, con los beneficios de las ventas, Tolo aportó una parte del capital, a cambio de quedarse con la mitad de la producción. Después se quedó el 75%. Y al final de cuatro vendimias, tuvo la liquidez suficiente para pagar todo el vino para elaborar cava con su marca. Y todo había empezado con un billete de 1.000, que aún conserva.
Carmeta, que casi siempre viste una prenda de ropa naranja, demostró porque este color es sinónimo de energía y entusiasmo. La mitad del garaje, que no estaba repleto de máquinas y botellas, le bastó para abrir un rinconcito singular donde recibir clientes y vender cavas. Vecinos, gente de la comarca y de la provincia acudía a Castelo de Pedregosa a buscar cajas de espumosos por un simple y efectivo boca-oreja. Y los clientes le pusieron el nombre: El Celleret de la Carmeta.
En este tiempo nacen sus tres hijos: el primogénito Rubén y los gemelos Jaume y Jordi. A los siete años, Rubén sufre una grave reacción a fármacos y queda en coma durante 12 días. “Ahora celebro dos cumpleaños —asegura Rubén—; el día que nací y el que volví a nacer”. La afección del pequeño marcó a sus padres a fuego. “A partir de entonces mi padre siempre que podía me llevaba con él a trabajar, antes de la escuela y los fines de semana”. Así fue como, desde muy joven, Rubén ya sabía a qué se dedicaría. Y sus padres, también.
Cuando tuve que comprar el vino base no tenía un duro, así que pedí 1.000 pesetas y propuse un plan
De una sola trabajadora en los 2000 a una plantilla que ya supera la treintena
La prole crece y el negocio ya viste pantalón largo. En 1999 se trasladan al polígono Can Ferrer de Sant Sadurní d'Anoia (Alt Penedès, Barcelona), aunque Carmeta sigue en su Celleret. En 2008, Rubén ya es mayor de edad, y después de 33 años, Tolo decide dejar su trabajo para dedicarse plenamente a su bodega. El día que se despide, entre abrazos, las televisiones anuncian la caída de Lehman Brothers. Era marzo del 2008 y empezaba la crisis económica. En ese momento la bodega tenía una sola persona trabajando, la hermana de Tolo; a día de hoy, ya son 34.
Con el tiempo, Jaume y Jordi también se incorporan al proyecto familiar. Ya estamos en 2012, y la familia al completo decide su futuro. Padres e hijos compran un terreno agrícola en Sant Sadurní, donde proyectan la construcción de una bodega de carácter turístico. Ellos aún no lo saben, pero tardarán casi 10 años en inaugurarla. ¿El motivo? La finca parece maldita, y el sueño sobrevive solo porque, literalmente, aprenden a picar piedra.
Los inicios de la bodega no fueron fáciles.
Y es que pese a que el terreno comprado parecía cumplir los criterios catastrales y cartográficos para construir el proyecto, surgieron unas discrepancias urbanísticas por las que tuvieron que comprar la viña colindante al triple de precio. De este modo, las catas geológicas avalaron agujerear la tierra para construir una bodega subterránea, pero cuando inician las obras se encuentran que un macizo de roca subterráneo dispara el presupuesto. Y pican piedra: golpean, cincelan, esculpen, y desbastan hasta llegar a 21 metros bajo tierra. Y tocan fondo.
Es entonces cuando conocen a Tomás Guzmán, un picapedrero que da en el clavo. Con toda la roca extraída del subsuelo vestirán los muros de la bodega y ahorrarán en material, aprovechando restos de las obras. Hoy la señorial piedra que recubre las paredes recuerda a un castillo, aunque también es un post-it de lo que se sufrió para alzar las paredes. Pero los problemas no terminaron aquí.
Las catas geológicas avalaron agujerear la tierra para construir una bodega subterránea, pero cuando inician las obras se encuentran que un macizo de roca subterráneo dispara el presupuesto
El 11 de noviembre de 2021, finalmente, acaban las obras e inauguran el negocio. En junio habían recibido la última visita de obras y todo parecía tranquilo, así que Carmeta cambia su garaje bar por una barra de cinco metros, cómodos sofás y una terraza deslumbrante. Pero el 24 de diciembre reciben una orden urbanística inminente: la fachada se tenía que derrumbar. “¡Fue una Navidad tan amarga!”, recuerda Rubén Pedregosa. Contrataron a la abogada Diana Gil de Bernabé, que interpondría los recursos. La letrada sabía por Carmeta que siempre firmaba papeles importantes en luna creciente, para que todo saliera bien, así que siguió su consejo y presentó en creciente. El cosmos y los Castelo aguantaron la respiración. Y finalmente, resultó. La bodega se había salvado.
Sin embargo, toda esta historia no lo sospechan la mayoría de visitantes que abarrotan Castelo de Pedregosa. Aparcan sus coches, enchufan sus motores eléctricos y saludan a los animales del establo, que son la pasión de Jordi y Jaume. Se sientan en la panorámica terraza, cuelgan una Storie o dos en Instagram, y piden vino, cava, vermut… y hasta sangría. “El secreto es conectar con la gente de Barcelona”, asegura Rubén Pedregosa, “aquí cerramos a las 20:30 h, mientras que otros wine bar lo hacen al mediodía”.
El restaurante también hierve. Los platos son clásicos: cocina a fuego lento, ingredientes de proximidad y vinos de la bodega. Y siempre, siempre, la familia: Rubén, omnipresente; Jaume y Jordi, currando; Carmeta en el Celleret, con una copa de bienvenida. Y Tolo disculpándose antes de dar la mano porque las tiene embadurnadas de trabajar. Disimulando como puede que sigue picando piedra.


