En 105 segundos el bocadillo estaba listo. El pan de coca, tibio, era fino y crujiente, con costados que no habían conocido la feroz y aceitada plancha y que parecían almohadillas de masa fresca, casi cruda. Una salsa casera amarilla con pintas verdes de 24 ingredientes pero curry como protagonista, llamada café de París, humedecía con cuidado el pan, sin desarmarlo, y bañaba como vitel toné a 180 gramos de un roast beef de ternera de Tolosa, frío y rosado y en láminas delgadas que, aunque apiladas, eran posibles de desgarrar con los labios en vez de los dientes. Una petazeta de sal gruesa se inmiscuía, de repente, entre las capas, y hacía que el próximo mordisco fuera urgente.
“Es comida ágil con sabores lentos”, explica Borja Poal, socio de 26 años de B de bocata, una firma que creó en 2020 con la intención de dignificar al bocadillo catalán, que en ese entonces estaba muy asociado, asegura, a algo “cutre” y barato. “Llevamos casi seis años luchando contra la memoria asociativa”, dice, con sus entrepanes que en vez de cinco o seis o siete euros, valen entre 10 y 15.
No son de lomo y queso, eso sí, ni de tortilla o jamón. En el menú hay combinaciones como el secreto ibérico con salsa de chimichurri; el pollo rebozado con crema de queso azul y trufa o de gamba roja y bogavante con mayonesa de cabeza de gamba. Los bocatas, hechos en una barra a la vista, suelen llevar solo dos o tres componentes -proteína, salsa y algún queso o verdura-, que preparan en un obrador propio que provee diariamente a sus tres locales, que sumados venden un promedio de 400 entrepanes diarios.
Borja Poal con su equipo en la sede de Sarrià de B de bocata. El 85% de la plantilla de la empresa son personas en riesgo de exclusión social
Poal argumenta que si un cliente paga 15 euros por una hamburguesa gourmet o 12 por un menú de McDonald 's, también puede hacerlo por un bocata, que además es local y tradicional. El joven empresario considera que hay un nicho creciente que prefiere modelos informales en los que la velocidad no contradice a la calidad y, en cambio, hay pasión por lo que se hace, además de cuidado y selectividad en las materias primas.
Misma hipótesis tienen Mohamad El Atab y Elie Abou Jaoude, dos arquitectos libaneses que llegaron a Barcelona hace unos diez años y que hace tres meses abrieron en el Gòtic la tienda de su último diseño, que no es un edificio, sino un falafel. Dicen que con Falabulous quieren demostrar que esta croqueta de legumbres puede ser muy diferente al estigma de la alternativa resignada y arenosa como el Sahara que se le puede ofrecer a las cuatro de la mañana por cinco euros a un vegetariano tambaleante en un local con reguetón a tope y luces como de quirófano.
Mohamad El Atab y Elie Abou son amigos desde la infancia
Antes de abrir, El Atab y Abou Jaoude participaron tres años con un carrito en diferentes eventos y pop ups, durante los que perfeccionaron su receta del falafel libanés, que en vez de solo garbanzos, lleva una cantidad equivalente de habas, además de sumac, zaatar y otras especias. El resultado es una bola frita no aceitosa de una crocancia absurda y ruidosa -en el mejor de los sentidos-, con un interior verde ardiente y cremoso como puré de patatas, que si se unta en su mantecosa y ácida salsa de tahini y limón es por su aporte de sabor y no por una necesidad imperiosa de humectación.
Falabulous
Antes de abrir, El Atab y Abou Jaoude participaron tres años con un carrito en diferentes eventos y pop ups, durante los que perfeccionaron su receta del falafel libanés
Los arquitectos aseguran que su propuesta es simple, pero bien hecha: cada noche dejan las legumbres, que son catalanas y biológicas, en remojo, para molerlas y mezclarlas crudas por la mañana; y su wrap de pan pita lo rellenan, además de con las croquetas y salsas caseras, con nabos y pepinillos salvajes encurtidos que traen desde el Líbano. “Ofrecemos un producto muy top a 8 euros (el menú con bebida y patatas vale 12,90), para un perfil de cliente que quizás prefiere comer menos veces fuera de casa y en cambio priorizar la calidad de su experiencia”, percibe Abou.
El wrap de falafel de Falabulous también lleva tomate y hojas de menta y cilantro
Experiencia que en este caso se da entre luces de neón de colores pantera rosa y verde fosforescente, paredes amarillo limón y unas seis mesas, altas y bajas, dispuestas en los bordes de un espacio central despejado bajo el aro de un gran candelabro. El mostrador asimila el foodtruck de los orígenes de la empresa y deja ver las verduras y salsas que acompañan a las bolas, que se fríen en la cocina de atrás. En la entrada, un gran cartel fucsia que dice Falabulous es cabecera de una puerta ventanal blanca que tiene dos barricas a sus lados, fucsias también, que son como de bar de toda la vida.
“Quisimos combinar la autenticidad libanesa con el estilo de Barcelona y crear una marca con identidad, fácil de comunicar en redes sociales, y de memorizar”, explica Abou. El local pretende ser funcional, detalla, tanto para comer allí como para llevar o repartir a domicilio, dentro de un concepto que define como fast fine.
Falabulous tiene una propuesta fija de wraps: el cliente puede quitar cosas, pero no elige uno a uno los acompañamientos
Concepto que para algunos está escrito en el idioma de la gentrificación, ese de la palabra trendy, que vive del hype de lo que es tan viral y turístico como efímero; pero que, para otros, puede ser un ejemplo de lujo accesible, con la democratización de relatos que antes solo se contaban en comedores de mantel blanco.
“Fight against Kebablishment”, se lee en un cartel pegado en una de las paredes blancas del local de Sarrià de Bien Kebab (hay otro en Poblenou), que abre a la una de la tarde, cierra a las 11 de la noche y cuenta con camareros que se acercan a los comensales sentados en sillas acolchadas para ofrecerles vinos naturales como maridaje. “Aunque siempre vendemos más cerveza”, reconoce Mani Alam, barcelonés de origen paquistaní que creó la marca junto a su hermano, Majid.
Pollo cortado a cuchillo de Bien Kebab
Además de algunos entrantes como hummus con aceite de harissa o patatas fritas con carne, salsa tarator y pico de gallo, de la metálica cocina salen sus kebabs cortados a cuchillo de pollo de corral marinado en tikka masala (6,95 euros) o de ternera de Girona madurada (7,95), envueltos en pan pita o dúrum de masa madre. “Con los entrantes y los vinos y los postres (cheesecake de pistacho y helados artesanos) tenemos un ticket medio de entre 12 y 15 euros, que sigue siendo accesible para una mayoría”, comenta Alam.
Un concepto diferente
Bien Kebab cuenta con camareros que se acercan a los comensales sentados en sillas acolchadas para ofrecerles vinos naturales como maridaje
Habla de defender al kebab como algo bueno, muy bueno, demasiado bueno, digno de comer en absoluta -o parcial- sobriedad, con uso y facultad de los cinco sentidos, y en un entorno cuidado: la identidad de marca de Bien Kebab fue destacada este año por los premios Laus de diseño gráfico y comunicación.
“Hoy en día se puede tener una cita en un kebab, algo que antes era inimaginable”, observa Borja Poal, de B de bocata.
Interior del Bien Kebab de Sarriá
Y es que en las reseñas de los perfiles de Google Maps de estos restaurantes se ve que su clientela valora, además de la calidad y frescura del producto artesano, una buena atención y ambiente. Mientras que la crítica más común apunta a sus precios, que algunos comensales consideran elevados, sobre todo en relación al tamaño de las raciones, que son más pequeñas a las acostumbradas.
“Pero la lucha es convencer a través del producto, y la mayoría lo termina entendiendo”, plantea Joan Gurguí, chef y dueño de La Bikinería, restaurante que abrió hace cinco años con la idea de dar creatividad al tradicional sándwich mixto catalán, que veía muchas veces banalizado y preparado con falta de cariño.
Bikini de pollo a l'ast de La Bikinería
Su clásico lleva queso emmental francés y jamón cocido de cerdo duroc (4 euros), mientras que el más vendido es de pollo a l'ast con queso gouda semicurado y alioli de manzana al horno (6). También tiene uno de ternera a baja temperatura con pesto y queso gouda (6,50) y otro de jamón ibérico con queso manchego (6,90). “Es una propuesta cualitativa basada en la atención a los detalles, algo que no tiene por qué ser exclusivo de la alta cocina”, argumenta.
La idea ha sido prolífica, además, con la apertura de cuatro locales y la venta de sus bikinis envasados en puntos indirectos como supermercados de El Corte Inglés. “Se ve que hay un interés y una demanda que nos permite seguir creciendo”, agrega Gurguí.
Joan Gurguí en La Bikinería
La escalabilidad del negocio también atrae a los dueños de Falabulous, que dicen querer posicionarse como la primera marca especializada en la croqueta de legumbres, incluso a nivel internacional: “Soñamos con que la gente piense automáticamente en nosotros cuando se le pregunte por el mejor falafel”, comenta Elie Abou.
Borja Poal comparte la visión de construir este nuevo tipo de cadena fast fine, al querer llevar a B de bocata por el mundo: “Así como recibimos a la pizza y la focaccia, que son comidas callejeras dignificadas, me encantaría que algún día en Italia fliparan con el bocata catalán”.

