No acabará el domingo y habrá otro incendio, pero de eso me enteraré más tarde, cuando oiga el vuelo de los hidroaviones casi rozando la casa. No, todavía no vivo en ese instante. Ahora rompe el silencio el canto de petirrojos, chochines, algún verderón y carboneros. Llevo las manos desnudas. A veces tengo que pensar que me encuentro en una pendiente. Un desliz y podría salir cuesta abajo: aparece aquí mi madre, haciéndose un ovillo en una espuerta para tirarse hasta llegar rodando al arroyo, y escapar de la niña trabajadora cogiendo aceituna y no dejar de ser sólo una niña que juega. Podría ser la misma espuerta, yo la lleno de vides. Cerca, un limonero; podría estar en casa. Escucho, me enseñan a distinguir variedades: godello, mencía, garnacha. No uso guantes, quito los caracoles que aparecen entre los zarcillos y los devuelvo a un lugar más húmedo, aún habitable. Tropiezo de forastera y aprendiz, olvidé la navaja y me conformo con la que llevo en el coche para ir a por setas.
Desde aquí es imposible verla. Detrás de paredes y paredes de vid, sé que el sol comienza a calentar las piedras antiguas de la pequeña iglesia. Leí que su nombre puede venir de una antigua arte de pesca en el Miño: pesqueira, muros que formaban corredores en el río para capturar peces, especialmente la lamprea. En el lienzo sur, una portada que conserva lo que hacemos hoy: doble arquivolta, columnas, sogueados, perlados, botones y sarmientos. Una entrada donde la piedra se enrosca como vid me recuerda, mientras sigue la jornada de vendimia, que alimentarse con otros es otra forma de pertenecer. En cada sorbo, en cada corte, en un anaco de pan. Sé que me voy haciendo poco a poco más de aquí: es en lo que como, en lo que bebo y comparto, donde la tierra quizás empieza a reconocerme. Porque el modo de habitar un lugar también se siembra en la mesa.

Detalle de 'Baco' de Caravaggio
Cinco días más tarde nos subirán a la aldea la primera garrafa. Probaré el vino nuevo: dulce, casi mosto, turbio y alegre. En el fondo del vaso, una uva intacta flotará como un ojo. Atravesará el mantel la imagen del ollo de vidro de Castelao: un artefacto detenido donde se buscan dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Pensaré que la comida también abre ese espacio intermedio: la mesa donde seguimos encontrándonos, donde la memoria de quienes ya no están se mezcla con los gestos que heredo y repito.
La vid nunca dejó de mirarnos. A su alrededor orbita un territorio que sobrevive como puede, con sus rituales y labores. La comida como ojo de cristal: cada vez que bebemos, cada vez que masticamos, nos enfrentamos a una memoria que no se deja enterrar. Los muertos permanecen en las semillas que guardamos, en las recetas que sobreviven, en la tierra que insiste en florecer, aunque quieran arrasarla con el fin de convertirla en zona de sacrificio. ¿Cómo miramos? ¿Cómo nos ven? ¿Con qué lupas nos juzgan quienes ponen en riesgo estos territorios? ¿Cómo hacer frente a políticas que reducen la tierra y la comida al lenguaje del mercado, olvidando biodiversidad, salud, soberanía alimentaria y agravando la crisis climática? ¿Cómo salvar ese ojo que no desliga la alimentación de la tierra? Detrás actúa un entramado de decisiones que contamina y degrada los territorios, que reduce aldeas y comunidades a despensa, escenario, industria, postal, parque o yermo. ¿Seremos capaces de producir alimentos sin ser devorados?
Entre el ollo de vidro y la uva que masticaré se abre un puente: el testigo que resiste y la semilla viva. Uno exige memoria, la otra tiene sed de futuro. Y entre ambas estamos nosotras, en esta mesa, apartando hojas y racimos, en el filo entre cenizas, sombras, incendios, dolores, cegueras y sequías. Seguimos aquí: en lo que nunca querremos dejar de mirar.