Repartir la suerte

Opinión

Repartir la suerte
María Sánchez

Hay algunas palabras cuyo significado se nos escapa entre los dedos. Con ellas, y en ellas, pequeños mundos siguen aguardándonos. En el norte aprendí otra forma de repartir la suerte: como destino, como calor, como un pedazo de bosque que te toca para preparar la leña para el invierno. Maneras de suerte, ejercicios comunales que nombran a los árboles del monte para hacer lotes y repartir entre la vecindad. Hoy no deja de latir una pregunta en esta doble acepción: ¿qué suertes tocan y nos trae esta emergencia climática?

Los fuegos de antes dejaron de ser los de ahora. Arde Ourense, arde León, arde Cáceres, arde una constelación única bajo cada incendio. Este verano el monte en llamas se ha convertido, irremediablemente, en la imagen más visible de una tierra exhausta. Tras el descuido y la negligencia hay ecosistemas y universos que arden, políticas que han permitido que nuestros pueblos se reduzcan a despensa o vertedero; meros lugares para extraer recursos, madera rápida, energía limpia que nos deja a cambio peligro, dolor, escombros, purines y monocultivos como desiertos.

Ilustración de un libro de horas

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Pensamos sin remedio que el fuego solo pertenece al verano, pero las llamas se prenden antes, desde múltiples sitios y fórmulas. Entre ellos, un despacho desde el que se prioriza fomentar sistemas industriales en lugar de pequeñas producciones, estrategias públicas que facilitan la industria intensiva de carne barata en lugar de fomentar el pastoreo y la conservación de sistemas de alto valor ambiental, y en el poco o casi nulo acceso digno a la vivienda y a la tierra en la mayoría de los medios rurales del territorio, por no hablar de las condiciones laborales que envuelven a la mayoría de los cuerpos que hacen posible nuestra comida. ¿No son acaso estos incendios una traducción inmediata de un modelo abrasivo entregado a la producción, que ha abandonado la vida y lo común?

La alimentación está en el centro de este reparto. Lo que ponemos en la mesa no es neutro: cada pieza de fruta, cada trozo de carne, cada litro de leche, llevan detrás un paisaje. ¿Conocemos qué hay antes del plato? Puede ser un mosaico diverso como una dehesa, un bosque, un pastizal de montaña un cubículo con animales que nunca han pisado la tierra, un monocultivo que agota y precariza. Detrás también, entrelazándose, cuidados, saberes y oficios invisibles que conforman un patrimonio único que muchas veces sigue esperando la redignificación que merece. Como aprendí de la socióloga y ganadera María Montesino, un alimento como el queso no deja de ser un producto intelectual. Lo es porque concentra en sí el conocimiento de pastores y queseras, la memoria de los suelos y de la hierba, la relación con un territorio y un clima que cambia. Lo es porque ningún queso existe sin un territorio y sin la inteligencia colectiva que lo sostiene.

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Cuando nos sentamos a la mesa también nos estamos comiendo un paisaje. En la elección de un pan de cereal autóctono, de una hortaliza de temporada o de un queso artesanal hay un ecosistema, un rebaño, una receta, un vínculo, una memoria, una historia que sigue viva. En la otra cara hay, entre otras, agrotóxicos, nitratos, pérdida de biodiversidad, erosión, enfermedades resistentes a los antibióticos, sequía, precariedad, cansancio, maltrato y abandono. Por eso la responsabilidad no puede recaer únicamente en la persona que empuja el carrito de la compra, sino en las políticas que deciden qué se apoya y qué se margina, qué territorios se sostienen con cada bocado y cuáles se condenan a la desidia y al fuego. Esta emergencia climática devora más allá de lo visible, pone en peligro otras formas de vida y de relación que podrían protegernos.

No quiero idealizar un pasado que no fue. Si traigo aquí esta especie de ventura es porque creo que nuevos y antiguos modos pueden ser la clave para otras formas de habitar en comunidad. Repartir la suerte podría hoy significar otra cosa: aprender de las acequias para los tiempos de sequía, sembrar y compartir sombra en ciudades y aldeas que dejan de talar sus árboles, garantizar el derecho a comer sin enfermar, sin destruir lo que también somos y nos mantiene vivos.

Quizás lo más urgente sea volver a sentarnos a la mesa. No solo los humanos: también los ríos, los insectos, el aire, las cabras, los pájaros, las semillas. Una mesa donde se discuta cómo queremos alimentarnos y qué mundos queremos proteger. Una mesa más larga que recupere la lógica de lo comunal, entendida desde la luz del presente. Con conciencia de que ya no hay margen: la emergencia climática no es una amenaza futura, sino un incendio que nos rodea.

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