Fuentelgato es el restaurante más remoto de Europa. Quizá del mundo.
Para llegar allí en las mejores condiciones posibles conviene preparar la expedición con años de antelación, consultando atlas y mapas de papel, que aún revelan un tipo de información antigua indescifrable para el algoritmo. Conviene incluso imaginar Fuentelgato antes de que Fuentelgato exista. Pensarlo para que la idea coincida con esa realidad distante.
Tras un agotador viaje mental, la noche anterior a nuestra llegada paramos en Cuenca, la isla de pedernal, para descansar antes del asalto final a la cumbre, y despachar unos zarajos. Pero la generosidad infinita de Jesús Segura transmutó los intestinos en ajoarriero, morteruelo, gachas, y unos quesos finísimos de ovejas sobrenaturales.
El amanecer sobre la ciudad que levita nos trajo una noticia hermosa y también lejana: Cristina Jolonch anunciaba que Aitor Zabala ha ganado tres estrellas Michelin del tirón para Somni, su templo en Los Ángeles. El primer chef español que lo consigue fuera de la patria.

Exterior del restaurante Fuentelgato
La conexión entre Huerta del Marquesado y las calles insomnes del West Hollywood nos pareció en ese momento una revelación perfecta de la dimensión universal de nuestra cocina, porque abarca dos lejanías casi incomprensibles.
Hacia dentro o hacia fuera, como nos explicaron con tanta claridad los peluches punk de Barrio Sésamo, nos enfrentamos a infinitos inexplorados, como todo infinito que se precie. Y en ambas direcciones opuestas podemos encontrar la simiente fértil de una mirada nueva hacia el comer, en ese momento mágico y anhelado en que el comer deja de ser estrictamente comer.
La expedición llegó puntual a Fuentelgato, entabló finalmente contacto con dos seres humanos prodigiosos acostumbrados a vivir en ese aislamiento metafísico, y tras una comida hermosa, profunda y llena de luz, abandonó corporalmente el restaurante con cierta precipitación. Pero la verdad es que uno no se acaba de ir nunca de esos lugares en los que ha sido alimentado el espíritu. Y nuestros espectros, llenos de la proteína, de los fermentos, de las levaduras, y del hidrato de carbono inmateriales, vagan aún por las callejas del fin del mundo, como siguen fatigando las veredas de Castroverde, las cuestas de Alcalá del Valle, y los senderos que nunca llevan a Roma, pero sí a la puerta hospitalaria del chamán galaico de la cuchara de madera.
En otro tiempo, en otro espacio, en otra galaxia o quizá en otra dimensión (la quinta, la sexta, la decimoctava…), Aitor Zabala, viajero interestelar, propone la misma profundidad esencial, que tiene su origen exacto en el mismo lugar que inspira a los aborígenes que han dirigido sus pasos hacia el centro de la tierra.
Esa intensidad íntima no es replicable, ni siquiera comprensible, por mucho que los seguidores de la iconoclastia y la reforma del norte físico y espiritual nos vendan su fe como verdadera. No ignoro que los bárbaros han sido capaces de robar la superchería y el abalorio de nuestras cocinas místicas, el aparato formal y luminiscente del Barroco más extático, pero están incapacitados para desentrañar su misterio. Eso no quita para que algunos de nuestros jóvenes, y unos cuantos de nuestros mayores, cegados por el oropel y el prestigio de lo extranjero, sientan que lo nuestro ya no existe (aunque sea eterno), que está agotado, y compren la propaganda que nos desposee de una verdad propia.
Del mismo modo, algunos de los más señeros representantes de esa nueva luz hacia la ingesta, invadidos por la impaciencia, sienten que deben regresar a espiritualidades más primitivas, que tienen origen en cocinas que nunca existieron, centradas en el error primigenio de considerar al animal sacrificado o a la verdura arrancada de la tierra, como el centro único y excluyente de la magia, una simplificación que nos consuela porque nos dota de un origen, de un inicio al que agarrarnos para no ser conscientes de nuestro desamparo en esta intemperie horizontal que nunca empezó y que jamás acabará.
No, no hay punto de partida, es todo búsqueda, vagar perdidos, a la espera de una señal que casi nunca llega, pero que llegó.
Estas cosas no se saben si uno no ha sentido el desgarramiento del alma cuando acude a esas lumbres que no dan respuestas, sino que llevan las preguntas a otro nivel. Eso me lo dijo un día sin decírmelo Pedrito Sánchez, que habla bajito y reposado para no asustarnos con sus verdades en llamas. Yo aún sigo intentando descifrar qué me quiso explicar con ese alga transmutada en la ballena de Jonás, o con el pétalo asesino de cerdos, pero sé que no saber es el estado natural del que explora.
Lejos, muy lejos, allá donde los mapas de los que podemos fiarnos señalan la presencia de dragones y de abismos acuáticos, vislumbramos la sonrisa generosa y gentil de Andoni Adúriz, que hace siglos desapareció de nuestra vista en una de sus expediciones en busca de un nuevo paso al siguiente lugar. Sé que lo sabéis, pero hacedme caso a mí y a Circe, no os acerquéis, ignorad su bonhomía, su natural hospitalario, porque su canto amable es el canto de una sirena.
Nunca conseguimos llegar del todo a Fuentelgato, y nunca podemos marcharnos de allí. Esa es la maldición a la que nos ha conducido la mala idea de un demente que abrió todas las puertas del cielo, y todas las del infierno, para transformar la cocina que nos amparaba y consolaba en un señuelo de perdición, en una tentación irrevocable que nos tiene vagando a la busca de una razón, de un sentido, de una alcachofa.