Sentarse a comer un fricandó en condiciones o un menú del día sin florituras cada vez es más difícil en Barcelona. Los bares de barrio cierran a un ritmo vertiginoso, reemplazados por cafeterías de brunch, coctelerías para turistas o locales que parecen decorados con las últimas tendencias de Instagram . Pero mientras la ciudad se convierte en escaparate turístico, todavía hay quienes reman a contracorriente para salvar espacios que parecían condenados a la desaparición. Son bares, bodegas y tiendas que reabren con nuevas manos pero con el mismo espíritu de siempre: alimentar al barrio, sostener una identidad que no cabe en las postales y resistir a la gentrificación a golpe de cazuela, vermut y barra de acero inoxidable.
El ejemplo más reciente es la Bodega Manolo (Torrent de les Flors, 101), en el barrio de Gràcia, que cerró a mediados de mayo cuando sus propietarios originales se jubilaron. En junio volvió a abrir de la mano de Setxi Fernández y Eduard Jarque, quienes en septiembre del año pasado se estrenaron en el “salvamento de bodegas” con la reapertura de la exitosa Bodega Gol (Parlament, 10), en Sant Antoni. “Cuando vimos la Bodega Manolo supimos que no podíamos dejarla escapar. Era un caramelito”, cuentan. La operación, más que un simple traspaso, supuso el rescate de una institución. En la sala hoy siguen colgando las botas donde se crían vinos rancios y vinagres, y en la cocina –ahora dirigida por Aina Oriol y Víctor Moreno– se sigue guisando cap i pota , fricandó, manitas de cerdo o caracoles. “Decidimos mantener el menú del día (a 15 euros) solo para los parroquianos del barrio. Hay una señora de 90 años que vive en la calle de delante y viene tres o cuatro veces por semana. Si le quitas esto, ¿dónde va a ir a comer?”. En una ciudad donde cada semana se pierde un local de toda la vida, ellos han decidido conservar los precios razonables en sus dos bodegas (con la misma carta) por una sencilla razón: “Nosotros queremos que aquí sigan viniendo los de siempre. Si entra un turista, perfecto, pero que coma lo mismo que el vecino que se sienta a su lado”.

Eduard Jarque, copropietario de la Bodega Manolo, junto a las botas de vino
Una filosofía parecida late en la recién inaugurada Bodega Nulles (Nàpols, 239), al otro lado de la ciudad, en Sagrada Familia. El local llevaba un año cerrado cuando los hermanos David y Carlos Montero –propietarios de la también “salvada” Bodega Quimet de Gràcia (Vic, 23)– se cruzaron en su camino. “No buscábamos abrir nada más, pero no podíamos dejar que esta bodega se perdiera”, explican. El traspaso les llegó como chivatazo de un distribuidor y la poca reforma que hicieron, fue con sus propias manos: puertas traídas de Huesca, suelos hidráulicos recuperados de un piso de Vilafranca, mesas rescatadas en Galicia... “Ha sido un trabajo artesanal, lento, hecho con cariño. Pero hemos querido hacerlo así porque salvar estas bodegas significa no perder la identidad”.
En la bodega Manolo, en Gràcia, hoy siguen colgando las botas donde se crían vinos rancios y vinagres
En las mesas de Nulles no hay tostadas con aguacate ni cócteles coloridos. Lo que se sirve es esqueixada de bacalao, un delicioso tomate confitado con alcaparras y aceitunas o albóndigas con sepia. Los platos sencillos que ofrecen son los mismos que se servían antaño. “No queremos inventar nada, solo continuar lo que siempre ha sido. La gente entra y nos da las gracias por reabrir. Ese es el mejor pago”, dicen.

David Montero y su pareja Eva Salazar en la recién inaugurada Bodega Nulles, en Sagrada Familia
En Gràcia, a pocos metros del bullicio de turistas que suben al Park Güell, reside otro local símbolo de la resistencia: el Bar Casi (Massens, 74). Fundado en 1978 por Casimiro Montes, cerró a finales de 2024 cuando el propietario se jubiló. Parecía el final de una era hasta que la familia Prat decidió quedarse con él. Elizabet, vecina de toda la vida, se puso al frente junto a sus hijos Esteve y Martí, de 22 y 21 años. “Cuando alguien ha estado 47 años haciéndolo bien, no toques nada”, cuentan. Y así lo hicieron: mantuvieron la barra de acero, las cazuelas al fuego y el menú del día a 15,90 euros. Cada mediodía se sirven lentejas estofadas, garbanzos con butifarra, galta de cerdo o sardinas frescas, siempre con raciones generosas y un servicio familiar que recuerda a una fonda. “Queremos que aquí coman los obreros, los vecinos mayores y también el turista que se pierde. Pero que todos prueben lo mismo, lo de siempre”.
Los platos sencillos que se ofrecen en la Bodega Nulles son los mismos que se servían antaño
En el Bar Casi las sobremesas son ruidosa, las mesas compartidas y los platos se acaban cuando se acaban. No hay reservas ni menús especiales para turistas. “Hemos hecho la reforma nosotros mismos, con la ayuda de los Montes durante el relevo. Nos enseñaron a mantener la esencia, y de eso ahora aprendemos cada día”, dice Esteve, señalando que aunque en el barrio de Gràcia haya pintadas que rezan Expats Go Home , este pequeño local sigue funcionando como comedor popular.

Konstantin y Zhanna Kopeikina en La Licorería del Poblenou
La resistencia contra la gentrificación también ha adoptado acentos inesperados en Poblenou, donde una pareja rusa se enamoró de la Licorería 1932 (Taulat, 91). El local, cerrado durante casi una década, tenía fama por un loro que imitaba el silbato de los tranvías que paraban justo enfrente. Zhanna Kopeikina, economista de formación, y su marido, Konstantin Kopeikina, abogado, decidieron coger La Licoreria hace algunos meses atrás, sin apenas experiencia en vinos. “Al principio sabíamos muy poco, nos formamos desde cero”, cuenta Kopeikina, recordando como cuando abrieron estudiaban enología al mismo tiempo que aprendían español. Ahora quieren aprender también catalán para dar un mejor servicio al barrio. “Nos parecía importante dar continuidad a la historia de esta tienda centenaria. Por eso estamos aquí”.