El murciélago del mar
Una ola le arrancó lo último que le quedaba de vista. Fue un golpe seco, devastador. No una revelación, sino una frontera que lo obligó a adaptarse. Aprendió a escuchar los matices del agua, a detectar cambios mínimos en el aire, a orientarse por la piel. Desde niño vivió entre hospitales, con la amenaza constante del miedo. Pero le podían la aventura y la acción. Surfista, entrenador, campeón del mundo: sí. Pero, sobre todo, alguien que convirtió la adversidad en método, en voluntad, en escucha. Agudizó los sentidos y reformuló su manera de estar en el mundo. En Surfear la vida (Espasa) cuenta su historia y transmite lo aprendido para que otros –sobre todo los jóvenes– se detengan a pensar, a afinar su manera de vivir. “Es lo más bonito que he hecho en mi vida, aparte de mi hija”, dice. Este libro no es una despedida: es un legado.
Me apodan gallo porque de niño, cuando iba a buscar a mi amigo Mateo, su hermano mayor y su cuadrilla, que eran unos punkis, me ponían un cuchillo al cuello y me decían que cacareara. Era el bullying de la época.
Pero eso no era lo peor.
Lo peor era mi glaucoma congénito. Para tomarme la tensión de los ojos me ponían una anestesia que tenía un despertar horrible, me dolía la cabeza y vomitaba.
¿El hospital era como su segunda casa?
Vivíamos en un caserío enorme, y cuando oía decir a mis padres que al día siguiente iríamos al hospital, planeaba mi fuga y me escondía, hasta que los veía sufrir tanto que salía.
¿Cuándo empezó a surfear?
A los 13, un años antes de quedarme ciego del ojo derecho, cuando conseguí con mis amigos reconstruir una vieja tabla de surf que recogimos en un contenedor.
¿Prohibidísimo por los médicos?
Sí, y mis padres era aldeanos, se trabajaba para tener comida y vestir. Surfear era para ricos. Pero mis padres acabaron apoyándome, monté un taller de tablas y una escuela.
Hasta el día fatídico en que se quedó ciego.
Bueno, ya pasó, me ocurrió a los 42 años, y he competido, vivido y visto mundo. He disfrutado como el que más.
¿Qué pasó ese día?
Había olas muy fuertes. Los chavales que entrenaba, que son ahora mismo los mejores del mundo, estaban en el agua. Les dije que salieran: “Cuando suba un poco la marea van a cambiar las olas, yo cojo tres y os sigo”. En la segunda ola me caí y el ojo izquierdo reventó.
Un duro golpe.
Estaba en un mal momento, acababa de romper con mi pareja y tenía una hija. Mi ojo era como un mejillón colgando. En la ambulancia me hablaban, pero yo lo hacía conmigo: “Aitor, ya ha llegado este momento tan duro: pantalla en negro, estás en este agujero. Habrá que salir, ¿no? Todos los días ponte bonito, dúchate, aféitate. Y haz eso que toda la vida has querido hacer”.
¿Qué es?
Tomarme el tiempo que me haga falta para desayunar. Ahora ya te has quedado ciego, ya no tienes taller, ya no vas a dar clases.
¿No le angustiaba?
Café recién molido, ese aroma por toda la casa; buena musica que me anime; bici estática... Y ya iremos afrontando el día.
¿En eso pensaba en la ambulancia?
Sí. Pasé tres meses en el hospital, distraído. Pero cuando me metí en casa de mi madre, me entró una claustrofobia de la leche.
¿De bruces con la realidad?
Sí. Le pedí a mi hermana un paseo por la playa, y poco a poco empecé a ver de otra manera; iba tipo murciélago poniendo el oído en la arena, en el mar, sintiendo la tierra.
¿Cuándo volvió a surfear?
Tres horas al día paseaba por la playa. Un día decidí entrar en el mar. Me puse gafas de piscina, cogí una tabla y me metí para ver si me mareaba; no me mareé, y el mar empezó a darme información que antes no percibía.
Cuénteme algo.
Para entrar de frente al mar las ondas deben tocarme el ombligo. Si me tocan una cadera, estoy hacia el este; si me tocan la otra, hacia el oeste... Mi cuerpo es mi brújula.
¿Cómo elige las olas?
Uso la intuición, y a veces fallo. Pero te pones de pie y ya solo la bajada te da un subidón. Y si las maniobras que haces coinciden con la ola... Pues le das las gracias a esa ola y al mar.
Y en tres años, campeón del mundo.
Me dijeron que el surf se había acabado, y como yo no sé vivir sin retos... Pero primero hay que estudiar si es factible, no todo se puede.
¿Le gusta más surfear viendo o sin ver?
Cuando veía me autoexigía tanto que nunca salía feliz del agua. Preferiría ver, pero ahora disfruto mucho, y también cuando me dicen: “¡Es imposible que no veas!”.
¿Qué ha sido lo más difícil?
Lo que sigue siendo hoy: no poder ser autosuficiente en todo. A veces me lo ponen muy difícil con la burocracia, parece mentira que no entiendan qué es ser un invidente.
Señáleme algo bueno.
He entrenado a muchos chavales que, 15 años después, van diciendo por ahí: “Aitor nos ha enseñado cosas de la vida que flipas. Ha sido el mejor entrenador”. Eso para mí es lo más grande: darles valores a los jóvenes.
¿Qué percibe usted que yo no percibo?
Tenemos sensores por todo el cuerpo: doy un abrazo a alguien y sé si encaja conmigo, le rozo la espalda y tengo sus dimensiones, el tono de voz me dice, el sonido de las cosas me ayuda a situarlas, todo me da información.
Ahora es usted un murciélago de mar.
¡Total! Cuando surfeo con otra persona, cojo mi ola, me alejo y vuelvo a su lado. Controlo en la inmensidad del mar. La gente flipa.
¿Por qué no tiene perro guía?
Jazz, que era mi todo, más grande que cualquier persona, con un corazón enorme. Lo pasé tan mal que ya no quiero más.
