“Si tu hijo no quiere compartir, no es que estés criando a un niño egoísta o malcriado. Es bastante normal y de hecho debe de ser así, sobre todo en la primera infancia”. Con este mensaje, la psicóloga familiar Isabel Bermúdez (@psicoup_psicologia) pone el foco en una de las escenas más tensas —y comunes— en parques, aulas y salones: el conflicto por los juguetes.
Bermúdez advierte del riesgo de forzar: “Si forzamos a obligarles a compartir, lo que pueden sentir es que no estamos respetando sus límites”. La alternativa, dice, pasa por el rol educativo real de madres y padres: “Como padres tenemos esa función de educarles y guiarles. Por lo tanto, siempre le invitaremos a compartir de una manera respetuosa, mostrándoles las ventajas de compartir. Nunca desde la imposición”. Y remata: “Recuerda que en este caso es mejor guiarlos y acompañarlos que imponerlos”.
Del “da igual, comparte” al “te ayudo a decidir”
¿Por qué no comparten… y por qué es normal?
La primera infancia es una etapa marcada por el pensamiento egocéntrico (descrito en la psicología evolutiva clásica) y por un autoconcepto en construcción. Compartir exige autorregulación, empatía incipiente y comprensión de turnos: habilidades que se desarrollan progresivamente entre los 3 y 6 años y que se consolidan con la maduración y el modelado adulto. Por eso, que a los dos o tres años un niño se aferre a “lo mío” no es un síntoma de egoísmo, sino una fase esperable.
El enfoque que propone Bermúdez desplaza la orden por la invitación y la educación emocional. Algunas claves prácticas alineadas con su mensaje:
- Nombrar y validar: “Entiendo que ahora quieres jugar tú, es tu juguete”.
- Ofrecer alternativas: proponer turnos, tiempos o intercambios (“cuando termines tú, se lo prestas y luego vuelve a ti”).
- Modelar: los adultos comparten, piden permiso y respetan límites; los niños aprenden más mirando que obedeciendo.
- Anticipar: antes de ir al parque, acordar qué juguetes se prestan y cuáles son “especiales” y se quedan en casa.
- Evitar etiquetas: “egoísta”, “malcriado” o “malo” dañan el vínculo y refuerzan conductas defensivas.
Para Bermúdez, el respeto a los límites no compite con enseñar a compartir; lo hace posible. Cuando un niño percibe que su necesidad de conservar algo propio es escuchada, está más abierto a negociar y a comprender la necesidad del otro. En cambio, la imposición genera resistencia, vergüenza o sumisión… pero no aprendizaje genuino.
En la primera infancia, compartir no se impone, se cultiva. Requiere paciencia, ejemplo y respeto, porque lo importante no es que un niño preste un juguete por obligación, sino que entienda el valor de hacerlo cuando está preparado. Educar no va de forzar, sino de acompañar: obligar a compartir solo enseña que sus límites no importan, mientras que guiar con cariño construye vínculos más fuertes y niños más seguros.