En Montecarlo, todo parece estar en su lugar, como si el tiempo se moviera según una partitura muy cuidada. Los coches de alta gama recorren las pronunciadas curvas con discreción, los camareros se desplazan con elegancia entre terrazas impecables y las conversaciones apenas suben el tono. Hay algo casi coreográfico en la forma en que se desarrolla la vida cotidiana. Es una dinámica en la que cada movimiento fluye dentro de una órbita que gira en torno al lujo, al confort y a cierto tipo de exclusividad que ha sabido mantenerse vigente sin estridencias.
Montecarlo no siempre fue así. A mediados del siglo XIX, el pequeño principado de Mónaco atravesaba dificultades económicas. Fue entonces cuando el príncipe Carlos III decidió apostar por una fórmula atrevida: autorizar el juego para atraer a una clientela adinerada europea. Así nació el Casino de Montecarlo, inaugurado en 1863 y diseñado por Charles Garnier, el mismo arquitecto que firmó la Ópera de París.
El Casino de Montecarlo fue inaugurado en 1863 y diseñado por Charles Garnier
La apuesta fue arriesgada, pero funcionó: pronto llegaron aristócratas, magnates, artistas y viajeros atraídos por un estilo de vida hedonista, soleado y refinado.
Ese edificio de estilo belle époque, con su fachada ornamentada y salones bañados en dorados y terciopelos, se convirtió en símbolo y motor de una identidad urbana. Por sus salones han pasado desde Grace Kelly y Frank Sinatra hasta figuras contemporáneas como Leonardo DiCaprio o Naomi Campbell. Y no tardaron en sumarse otros ingredientes: el Gran Premio de Fórmula 1, que desde 1929 transforma las calles en circuito; el ballet de Montecarlo, heredero de la tradición rusa; el Yacht Club, los desfiles de alta costura, las subastas de relojería y arte. Todo contribuyó a consolidar ese imaginario donde el lujo no es solo una cuestión de dinero, sino de elitismo, buen gusto y permanencia.

Materiales nobles y taquillas en los que se guardan los puros de los miembros para su uso
Hoy, Montecarlo sigue siendo punto de encuentro de figuras del deporte, el cine, las finanzas y la música. Es habitual ver a celebridades como Roger Federer, Bono o Lewis Hamilton, todos propietarios o visitantes frecuentes. Pero aquí la celebridad se vive con naturalidad: la discreción es parte del código.
Esa idea de elegancia sobria se traduce en las joyerías de la Place du Casino, los yates perfectamente alineados al atardecer y también, en placeres más sensoriales, como el de fumar un buen cigarro. Por eso, no sorprende que entre las últimas incorporaciones al paisaje de Montecarlo figure el nuevo Monte-Carlo Cigar Club, precisamente, dentro del casino.

Un nuevo club para los amantes de los puros y la buena vida
Concebido por el estudio Moinard Bétaille, el club está pensado para quienes encuentran placer en el humo pausado, en las texturas nobles, en las conversaciones íntimas. Para ambientar, la paleta de colores en rosas, azules, rojos y bronce, junto con la luz que entra a raudales por los grandes ventanales y los materiales en madera evocan tanto las calles vibrantes de La Habana como los cascos antiguos de la Costa Azul.
Y, como en Montecarlo nada es accesorio, hasta los cigarros son tratados como joyas. Una sala climatizada especialmente diseñada alberga el humidor, donde se conservan algunos de los mejores cigarros del mundo, disponibles para miembros selectos. En una pared se ubican los casilleros individuales de madera preciosa—cada uno con una llave para cada miembro—sirve como biblioteca olfativa de puros finos. Incluso se ha reservado una taquilla especial para el príncipe, en un gesto que resume la mezcla entre exclusividad y reverencia que define al club.

Monte-Carlo Cigar Club alberga algunos de los mejores puros del mundo
Al otro lado se encuentra el largo mostrador de oníx del bar donde sentarse en cómodos taburetes mientras se observa una impresionante colección de whiskies, coñacs y rones excepcionales.
Quienes quieran disfrutarlo, podrán hacerlo a partir del 28 de mayo, fecha de su apertura. Un club que, en realidad, no pretende brillar por encima de nada, sino sumarse con naturalidad al ecosistema de refinamiento que define la ciudad.