Loíza, la colorida ciudad de Puerto Rico que lleva en la sangre la herencia africana

Caribe

Música, danza, cocina y arte tienen en este municipio, habitado por descendientes de esclavos, el sello de lo afrocaribeño. Un hermoso rincón donde la tradición se expresa con frituras, ritmo y mucha alegría

Sheila Osorio, bailadora de bomba, en Loíza

Sheila Osorio, bailadora de bomba, en Loíza

Noelia Ferreiro

Una algarabía de voces irrumpe al llegar a la comunidad costera de Piñones, a apenas una veintena de kilómetros de San Juan, la capital de Puerto Rico. Hay un aire de fiesta permanente, gente que deambula despreocupada y música que se confunde con el griterío de los tenderetes, rebosantes de tostones, mariscos y pescados. Hacia el cielo emana humeante el aroma a fritanga y, al fondo, el Caribe pone color esmeralda a la línea del horizonte.

Piñones es una de las mecas del chinchorreo, palabra que para los boricuas designa el arte de socializar, de barra en barra, al abrigo de la comida, los tragos y esos ritmos de los que andan sobrados en la llamada Isla del Encanto. Pero sobre todo Piñones es la antesala de Loíza, el municipio que se erige en el epicentro de la herencia africana. Un lugar que difiere del resto del país por hacer gala de una idiosincrasia impregnada de la tradición que deriva de sus raíces.

Vista aérea de playa Piñones

Vista aérea de Piñones

Javier Art Photography

Hace falta salvar la brecha del río Grande a través de un puente (hasta no hace mucho se hacía con una barcaza) para llegar a esta localidad, a menudo alejada del trasiego turístico, en la que reside el grueso de una población negra que reafirma su identidad a través de la cultura. Aquí la música, la danza, la cocina y el arte llevan el sello de lo afrocaribeño, con la dosis de color y alegría implícita en semejante concepto.

Ritmo que corre por las venas

Loíza tiene su origen en una mezcla de razas: la de los indios taínos originales de estas tierras y la de los africanos provenientes de Nigeria, Congo y Ghana que llegaron para trabajar como esclavos. Pero el nombre proviene de la cacica Yuíza, quien lideraba aquel poblado que encontraron los españoles en 1493. Un nombre que, según sugiere la leyenda, acabó convertido en Luisa para casarse con un conquistador.

Sheila Osorio, bailadora de bomba, en Loíza

Sheila Osorio, bailadora de bomba, en Loíza

Noelia Ferreiro

Así fue como en este terreno a la vera del río, entre vastas plantaciones de coco y caña de azúcar, nació el germen de lo que hoy es una comunidad por cuyas venas retumban los tambores que sonaban como liberación al ingrato trabajo en el campo. Es el género autóctono de la bomba, que tiene en Sheila Osorio su gran representante. 

“Un baile que es resistencia y expresión”, explica mientras ejecuta sus movimientos sobre la arena de la playa, a la sombra de las palmeras. Es aquí donde ha instalado el taller N’ Zambi para impartir clases como bailadora (que no bailarina). “La diferencia es que las bailadoras no tienen coreografía, sino que se mueven por improvisación”, añade.

Estos ritmos son los que dominan las fiestas tradicionales de Loíza, que se celebran a mediados de julio. Una explosión de color con conciertos, procesiones y desfiles que tienen como protagonistas a los juguetones vejigantes. 

Estos seres que espantan los males (al mismo tiempo que asustan) son los que portan el elemento más emblemático del lugar: las máscaras de coco policromadas, con un cuerno de tronco de palma. Las elabora la familia Ayala de forma artesanal desde hace más de medio siglo.

Arte, playas y buena mesa

Una obra del pintor local Samuel Lind

Una obra del pintor local Samuel Lind

Noelia Ferreiro

Y es que el arte es otro de los vehículos en los que viaja el alma africana. De ello da fe Samuel Lind, el artista que, desde este rincón de la isla, ha llegado a conquistar al público de Japón. Sus creaciones (pinturas, esculturas, serigrafías…) son toda una oda al mestizaje, el de africanos y caribeños, sí, pero también el de españoles y taínos. Por eso se nutre de la naturaleza, de motivos ancestrales, de mujeres hermosas. “Hay símbolos y energías que debemos recuperar”, señala desde su casa-taller abierta al público.

Loíza, que tiene como patrón a un incongruente San Patricio, pero que profesa su absoluta devoción a Santiago Apóstol, alberga una de las parroquias más antiguas de Puerto Rico, datada en 1645, donde también reside un sincretismo de cultos. Pero son las playas su más portentoso monumento, algunas tan familiares como La Posita y otras consagradas al surf como la de Aviones, así llamada por los vuelos que a menudo se divisan debido a la cercanía al aeropuerto.

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Y omnipresente en todos los rincones, a través de animados chiringuitos en los que no falta la música estridente, está la gastronomía, tocada por influencias afro-indígenas. Cocina realizada sobre hojas de plátano en el burén (plancha de metal) y que, básicamente consiste en frituras de todo lo que haya a mano. Coco, plátano, yuca o maíz, pero también pescados, camarones, cangrejos, langostas… Productos frescos de ese mar que es testigo de la amalgama de culturas que conforma la esencia puertorriqueña.

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