En realidad, Nueva York no existe.
Los límites físicos pierden todo el valor ante la percepción individual, y no me refiero a ese otro Nueva York que se recrea en Instagran o TikTok, todavía más irreal, que hace que hordas de turistas se fotografíen en las escaleras del Metropolitian Museum, al ser tendencia, sin que entren a visitar los tesoros reales expuestos en el interior.
No, ese concepto imaginario, por personal e intransferible, lo describe Garth Risk Hallberg en su novela Ciudad en llamas. “Porque si la evidencia apunta a algo, es que no existe una ciudad unitaria, o si la hay, es la suma de miles de variaciones, todas compitiendo por el mismo lugar”, sostiene.
El otro día, justo al salir de la casa de un amigo en el barrio de Bedford-Stuyvesant (Brooklyn), me topé de frente con una docena de mujeres vestidas con burka, a las que solo se les veía los ojos. Pensé que, de repente, me había teletransportado a Mashhad, el enclave sagrado de Irán.
Estás aquí y no estás. Es una ciudad soñada, “suspendida entre el cielo y la tierra” que diría Italo Calvino.
Y esa es la gran belleza de esta metrópoli de cucarachas y ratas, machacada, imperfecta, desgastada, ruidosa, sucia, repleta de trashumantes que cargan con unos cartones como únicas posesiones, estampas cotidianas tan contrastadas con esos edificios de 100 millones de dólares el ático.
Hay belleza en esta metrópoli de cucarachas y ratas, machacada, imperfecta, desgastada, ruidosa, sucia...
“¿Quién de nosotros, si eso significa dejar atrás la locura, el misterio, la belleza totalmente inútil de los millones de Nueva York que una vez fueron posibles, está listo incluso ahora para perder la esperanza”?, plantea Hallberg.
Si el escritor Colson Whitehead, neoyorquino de cuna, confiesa que empezó a construir su Nueva York en la línea 1 de metro, con ese primer recuerdo de viajar rumbo al noroeste de Manhattan, yo tengo mis cimientos, precisamente sobre una de las paradas de esa línea, en un piso con vistas al Hudson.
Cuando alguien me pregunta qué es Nueva York, al margen de tópicos huecos sobre su energía, las vibraciones o las oportunidades de éxito (y de fracaso, que se callan), lo que de inmediato me viene es la imagen del amanecer, ese instante en que despunta el día con su luz reverberando en el cauce de ese río legendario.
Mi Nueva York particular se enmarca en el Upper West Side, en los paseos por sus avenidas y calles, entre los parques del Hudson y el Central, el gran tesoro, la jungla entre el asfalto. Por muy internacional que sea, Nueva York es el barrio.
Frente a todo eso de los rascacielos y las multitudes, mi Nueva York es el de las cosas pequeñas. Como esos encuentros con Greg Karnilaw, magnífico ejemplo al que aplicar el calificativo neoyorquino.
“Nací en Whitestone, en Queens, y me mudé a la ciudad, a Manhattan, hace unos 40 años. Trabajo como chef e instructor de karate y soy compositor”, explica. “Y un ávido observador de pájaros”, añade. Su suerte consiste, también, en residir al lado de Central Park. “La gente no conecta la naturaleza con Nueva York y hay mucha fauna”.
Recuerda aquella ciudad destartalada de su juventud, pero con una gran escena artística y musical. “Por un tiempo hice de revendedor de entradas”, confiesa. No hay nostalgia en sus palabras. Se instaló en el Upper West cuando campaban a sus anchas los traficantes de drogas y las prostitutas le ofrecían sus servicios cuando salía a pasear el perro. “No era una zona bonita y ahora es un lugar increíble para criar una familia y formar una comunidad”.
Durante años perseguí un fantasma por el vecindario. Allá donde iba miraba con toda mi obsesión
No es que aquel Nueva York, que tanto lamentan los vencidos por la melancolía del paso del tiempo, fuera más divertido. “Era diferente. Pero para mi aún es una ciudad divertida, de otra manera. Disfruto viendo pájaros, componiendo música o, aunque a veces estoy cansado de cocinar, es un placer alimentar a la gente”, apostilla.
Durante años perseguí un fantasma por el vecindario. Allá donde iba miraba con toda mi obsesión para tratar de descubrir si ahí estaba o me cruzaba con el vecino más secreto, recóndito y enigmático, Thomas Pynchon, el gran narrador de la literatura estadounidense contemporánea.
Estudié las escasas fotos que hay de él en internet. Frecuenté y frecuento establecimientos (Fairway, Citarella) que cita en sus libros. Todo en vano. Me gusta pensar que alguna vez coincidimos con un bagel entre las manos en la cafetería del supermercado Zabar’s, una de esas joyas singulares de cualquier Nueva York.
Amanece en el Hudson.
El sueño de Nueva York
La serie
Ser parte de Nueva York (y no morir en el intento de escribirlo) - Nathan Haimowitz
La ciudad que no existe - Francesc Peirón
Bartleby en el Upper West Side - Xita Rubert
Aquellas noches en Harlem - Julio Valdeón
Coney Island: viaje de ida y vuelta a la luna - Leticia Vila-Sanjuán