Michael Jackson murió un 25 de junio de 2009. Para rendirle homenaje se había dispuesto el Teatro Apollo, en Harlem, el barrio que le vio cantar con 8 años. La mañana fue un río de gente. Una ceremonia entre ofuscada y melancólica, cercada por barreras policiales y coches patrulla. El reverendo Al Sharpton lo describió como un emblema de orgullo racial.
Mónica y yo nos habíamos mudado a Harlem en diciembre de 2006. Vivíamos a diez minutos del Apollo, en el 37 West de la calle 126, entre las avenidas Lexington y Quinta. Yo trabajaba como periodista freelance y Mónica de niñera en el Upper East Side. En nuestra calle había edificios abandonados, un par de iglesias baptistas y, en la esquina con Lexington, un mítico restaurante de comida soul, Sylvia's, típica del sur de EE.UU. Puerco y pollo sumergidos en manteca. Al anochecer, tras el penúltimo tiroteo, un helicóptero de la policía barría las nubes.
Mónica y yo nos habíamos mudado a Harlem en diciembre de 2006. Vivíamos a diez minutos del Apollo”
En 2010 nos mudamos al Harlem hispano. El Spanish Harlem, cuna de la salsa. El Barrio. Teníamos cerca a varios amigos. Lo pasamos en grande. Una noche, mientras escuchaba rock and roll con mi amigo Peio y bebíamos Negra Modelo, Poli, el hijo pequeño de la dueña del edificio, la señora Mercedes, llamó a la puerta. Me pidió que le guardara una bolsa de deporte. Nada, un par de horas. Contenía camisetas, calcetines y pantalones de chándal… además de una balanza de precisión y un paquete de heroína envuelto en papel de estraza. Le devolvimos la bolsa antes de que un clan rival nos acribillara o un comando de la DEA nos echara la puerta abajo.
Harlem limitaba al norte con Washington Heights y al sur con las películas de Sidney Lumet y Martin Scorsese. El Barrio rugía a botellazos cuando los pandilleros peleaban a la puerta del Ricardo's Steakhouse, con los Ferraris de los dealers junto al deli de la seño Mercedes. Boqueras pero felices, refugiados en apartamentos con ratones, cantábamos rolas de Juan Gabriel, Chalino Sánchez y los Tigres del Norte.
Una mañana, durante una entrevista con Art Spiegelman, autor de Maus, me preguntó dónde vivía. ”¿En Harlem? Eso está bien. Es de las pocas zonas excitantes que quedan en la ciudad”.
Boqueras pero felices, refugiados en apartamentos con ratones, cantábamos rolas de Juan Gabriel”
En 2014 nos mudamos a Brooklyn, donde nacieron los niños. Dejamos Nueva York, y Estados Unidos, en 2021. Hemos vuelto unos días en abril de este año. Echo de menos lugares como el St. Nick's, que en la silvestre oscuridad de la avenida St. Nicholas ofrecía fabulosas sesiones de jazz y clamorosas noches de música africana. Hoy nadie lo recuerda; tampoco los bares con asombrosas jukeboxes, como el Lakeside Lounge, en el East Village. Murieron refugios como el Banjo Jim’s. A cambio, abren más y más garitos fashion. Qué queremos, si la vida es desmemoria. Si la vida cambia, se abre camino, mata. Hay que demoler. La bellísima Penn Station. O el imponente Seamen’s Church Institute, incluido su monumento al Titanic. O el Bottom Line, el club que consagró a Bruce Springsteen en 1975.
Tampoco conviene romantizar en exceso. Como me dijo Don DeLillo, al que entrevisté en el rascacielos donde estaba su agencia literaria, “durante parte de los sesenta y los setenta parecía una ciudad medieval. Había una suerte de enfermedad mental que lo empapaba todo. Encontrabas gente viviendo en neveras, en coches abandonados, tirados en la calle. Times Square era un circo romano… Recuerdo aquellos coches enormes, pintados de colores brillantes, en los que los chulos paseaban a varias prostitutas, los pimpmobile , a los que te acostumbrabas. El crimen creció hasta extremos insoportables. Baste decir que en apenas diez años perdimos entre medio millón y un millón de habitantes. La gente huía aterrada y el gobierno federal nos dio por amortizados, por perdidos”.
Con bares gloriosos o franquicias desinfectadas, a pesar de la sucesión de Starbucks, aunque ya no haya CBGB ni Max Kansas City, en cuanto bajas del avión sabes que has vuelto a casa. Parafraseando a Woody Allen en Manhattan, “Nueva York era mi ciudad. Y siempre lo sería”. (Adelanto del libro de memorias de Nueva York que prepara el autor)
El sueño de Nueva York
La serie
Ser parte de Nueva York (y no morir en el intento de escribirlo) - Nathan Haimowitz
La ciudad que no existe - Francesc Peirón
Bartleby en el Upper West Side - Xita Rubert
Aquellas noches en Harlem - Julio Valdeón
Coney Island: viaje de ida y vuelta a la luna - Leticia Vila-Sanjuán