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Algunos lugares son cicatrices

Serendipias

Alberto Piernas

Escribo estas líneas junto a una checklist, el pasaporte y las postales de Java tomadas por una amiga fotógrafa. Mientras preparo un viaje de varios meses a Asia, me invade ese entusiasmo familiar por descubrir y explorar que solo planea cuando te dispones a visitar lugares nuevos y, especialmente, remotos.

Sin embargo, existen otras coordenadas a tan solo unos pocos kilómetros de casa donde también aguardan experiencias por redescubrir. O para reconciliarte, como viejas cicatrices, más bien.

Y es que todos somos mapas llenos de lugares que suponen anclajes emocionales. Para bien y para mal.

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Hay pueblos de costa que asociamos con la felicidad de aquel amor de verano, pero también el barrio de esa ciudad donde nos rompieron el corazón. En mi caso, uno de esos lugares-ancla se trata del pueblo alicantino donde pasé los veranos de mi infancia junto a mis abuelos y mi madre, tan ligados a recuerdos luminosos, costumbristas, pero también grises porque ya no están, entre otros motivos.

Es un pueblo al que nunca me gusta volver, pero donde, por azares del destino, terminé hace unos días tras pasar un fin de semana en una finca cultural.

Los banderines de colores recuerdan las fiestas de verano

Alberto Piernas

Durante las tres horas que debo esperar para tomar mi autobús, no puedo evitar perderme por las callejuelas del casco antiguo que conducen a lo alto del castillo. De camino hay una silla monobloque junto a una puerta llena de maceteros, los gatos en forma de ovillo en los alfeizares y el antiguo lavadero al que solía ir de pequeño.

Al llegar a lo alto del castillo, entre banderines de colores que celebran las verbenas de San Ramón y que tanto me recuerdan a la infancia, reconozco ahí abajo la terraza donde mi abuela solía elaborar jabón mientras le seguían las mariposas. Siempre me resulta curioso pensar que viajamos a otros lugares lejanos para encontrarnos a nosotros mismos cuando podemos regresar a los refugios cercanos que creíamos haber olvidado.

Es agosto, y no queda nadie en el pueblo a las dos de la tarde, salvo tres hombres con sombrero de paja hablando en una acera mientras el viento caliente trae restos vegetales. Me siento en un bar que no conocía y, mientras devoro un plato de pechuga empanada, un hombre mayor me pregunta si la silla está ocupada. Le digo que no, pero a diferencia de lo que pensaba en un primer momento, se sienta en mi mesa y comienza a hablarme del pueblo, los vecinos y la cosecha de uva de mesa de este año. Tras conversar unos minutos, descubro que ese hombre de aura fantasmal conocía a mi abuela y a mi madre y, por un momento, me vuelve a recordar las cosas que olvidas: el aroma a tortos de bacalao fritos procedentes de la cocina, e incluso las voces que quedaron atrapadas en viejas caracolas.

Faltan diez minutos para tomar el autobús y regreso por la callejuela del castillo hasta asomarme de nuevo a esa vieja azotea familiar. No sé qué me esperará en Indonesia, pero quedarse cerca a veces también puede ser un viaje a los lejanos países de la memoria. A esa terraza donde mi abuela ya no prepara jabón, pero donde aún quedan mariposas.