Durante años, el colectivo Unknown Fields se ha dedicado a documentar los paisajes ocultos del planeta. Han hecho reportajes sobre minas de litio en Bolivia, vertederos tecnológicos en Ghana o ruinas nucleares en el Ártico ruso. Su método es radical. Buscan salir de los centros de producción, viajar allí donde la infraestructura es mínima y narrar cómo los sistemas invisibles del mundo moderno —tecnología, energía, residuos— dejan sus huellas más visibles.
Pero hasta hace poco, su trabajo tenía un obstáculo técnico que lo condicionaba todo: la falta de conectividad. “Muchas veces grabábamos durante semanas sin poder enviar nada, sin saber si el equipo estaba funcionando, sin respaldo, sin contacto”, explican sus creadores. Pero el problema se solucionó a través de una pequeña antena blanca, plana y portátil que siempre apunta hacia el cielo: Starlink.
En una de sus últimas expediciones, Unknown Fields viajó al norte de Alaska para investigar los efectos del deshielo y la militarización ártica. Allí, donde las comunicaciones por satélite tradicional costaban miles de euros por minuto o eran directamente imposibles, montaron su base creativa gracias a Starlink.
De este modo, mientras la Fuerza Aérea estadounidense probaba la misma tecnología para mantener sus operaciones en el Ártico, este colectivo artístico usó la red de satélites de SpaceX para subir vídeos en tiempo real, mantener videoconferencias con curadores en Londres y compartir archivos de alta resolución con editores en Melbourne.

Starlink en el Amazonas.
En su manifiesto, Unknown Fields habla de “seguir las cadenas de suministro hasta su origen y convertirlas en historias visuales”. De hecho, su cine documental, sus instalaciones inmersivas y sus performances digitales han sido premiadas por desenterrar las infraestructuras invisibles que sostienen nuestras vidas digitales. Pero ahora, paradójicamente, es esa misma infraestructura la que sostiene su trabajo.
Elon Musk está demostrando que el nuevo lujo no es tener un estudio en Nueva York o Londres. Es poder editar desde un yacimiento de uranio abandonado, compartir metraje desde un barco en el Ártico o realizar una exposición en streaming desde un vertedero electrónico en Laos. Y todo en tiempo real y sin interferencias.
Lograrlo solo es posible a través de una red de más de 6.000 satélites que orbitan la Tierra y que, por primera vez, ponen a la periferia en el centro. Y aunque todavía hay varios debates éticos y morales que Musk debe solucionar, lo cierto es que Starlink ya está ayudando a millones de personas en todo el mundo.
En la Amazonía, por ejemplo, comunidades indígenas como los Marubo ya utilizan esta tecnología para consultar médicos por videollamada. Y en Alaska, fue Starlink quien sustituyó toda la red de fibra óptica cuando un corte dejó aislados a pueblos enteros. Incluso en España, cuando ocurrió el apagón, solo pudieron seguir teniendo señal quienes se conectaban a Starlink. Sin duda, y más allá de su misión de llegar a Marte o de conectarse con nuestros cerebros, Musk ya está logrando a ayudar a muchas personas... gracias a miles de satélites que orbitan a nuestro alrededor.