“No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”. Esta frase del refranero popular español bien podría haberla firmado el máximo exponente de la filosofía cínica: Diógenes de Sinope. Veinticinco siglos después, la figura de este pensador sigue vigente porque nos interpela desde un lugar incómodo, el de quienes se atreven a cuestionar qué entendemos realmente por necesidad, obligándonos a mirar de reojo la facilidad con la que convertimos hábitos, objetos y rutinas en pilares supuestamente esenciales de nuestra vida.
Diógenes vivió en la Atenas de Platón, donde se llegó a considerar un Sócrates enloquecido. Bien es cierto que tiene mucho en común con el maestro de la dialéctica: la pobreza, el vagabundeo por las calles, la ironía como arma, la ausencia de escritos propios, un desdén por quien de entre sus coetáneos ostentaba el poder y, por encima de todo, el firme convencimiento de que en el interior de los seres humanos habitaba lo necesario para alcanzar la virtud.
¿Y qué era un comportamiento virtuoso para Diógenes? Despreciar y deshacerse de todo aquello que no fuera absolutamente necesario para existir. Así, según uno de sus principales comentaristas, su tocayo Diógenes Laercio, el cínico “afirmaba que las cosas de mucho valor”, como la harina necesaria para hacer pan, “tenían muy poco precio y a la inversa”, ya que por ejemplo una estatua, que solo sirve para decorar, “llegaba a alcanzar los tres mil dracmas”.
Para Diógenes, los griegos de su época eran esclavos de unas necesidades creadas y que, en su búsqueda vanidosa por alcanzarlas, se alejaban de la verdadera felicidad basada en la autosuficiencia y en la dependencia mínima de lo material. De nuevo, cuenta Laercio que Diógenes “proclamaba que los dioses habían otorgado a los hombres una vida fácil, pero que estos lo habían olvidado en su búsqueda de exquisiteces”.
Proclamaba que los dioses habían otorgado a los hombres una vida fácil, pero que estos lo habían olvidado en su búsqueda de exquisiteces
Coherente con su doctrina, se dice de él que no poseía riquezas —“El dinero es la ruina de la humanidad”—, ni propiedades dado que le bastaba con refugiarse en una tinaja para protegerse de los elementos. Ajeno a las leyes de la ciudad, meras “telarañas que atrapan a los débiles y dejan escapar a los fuertes”, se consideraba ciudadano del mundo.
Apodado como “el Perro” por vivir en la calle y subsistir de lo que iba encontrando —de ahí la palabra “cínico”, kynikos en griego—, Diógenes exhibiría con orgullo el insulto y se lo reapropiaría como cierto político de nuestra era. De entre sus escasas pertenencias, destacan apenas un manto, un bastón, una lámpara y un zurrón donde guardaba tanto una escudilla para comer como un cuenco para saciar su sed.
Diógenes de Sinope, filósofo.
Sin embargo, cuenta otra vez Laercio en Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres que incluso se deshizo de estos dos últimos objetos, pues “observando cierta vez un niño que bebía con las manos, arrojó el cuenco que llevaba en la alforja, diciendo: 'Un niño me superó en sencillez'. Asimismo, se deshizo de su escudilla cuando vio que otro niño, al que se le había roto el plato, recogía sus lentejas en la cavidad de un pedazo de pan”.
Autosuficiencia plena. Vivir con lo mínimo posible. No dejarse llevar por placeres mundanos y ni vanidades materiales. Es fácil pensar que, si Diógenes viviera actualmente, criticaría ferozmente que vivamos tan atados a nuestras posesiones y, especialmente, a nuestros dispositivos electrónicos. Probablemente, vería en el teléfono móvil la quintaesencia del mal, un objeto que es, a un tiempo, un fetiche al que consagramos nuestras horas y recursos, un oráculo que nos dice qué pensar y una cadena perpetua a las convenciones sociales.
Se deshizo de su escudilla cuando vio que otro niño, al que se le había roto el plato, recogía sus lentejas en la cavidad de un pedazo de pan
No obstante, si lo que predicaba no es algo que nos suene ajeno es porque, en pleno siglo XXI, la austeridad radical del filósofo que dormía en una tinaja se vende hoy en libros motivacionales, cursos de productividad y retiros para directivos. Dos milenios y medio después, sus máximas siguen circulando por Silicon Valley, reconvertidas en consignas de optimización personal. La paradoja de Diógenes es que su ideal de vivir con lo mínimo posible ha terminado convertido, igual que la filosofía estoica o el budismo, en un producto muy comercializable. Sin ir más lejos, el refrán con el que iniciábamos el artículo fue utilizado como eslogan final en un anuncio de Ikea.
Basta con ver el auge de los “minimalist phones” pensados para desconectar por más de 800 euros; las apps de “digital detox” que te cobran cuotas mensuales por recordarte que uses menos el móvil; los wearables de biohacking que prometen medir tu serenidad a golpe de suscripción; o los retiros corporativos de mindfulness que ofrecen empresas tecnológicas mientras implantan sistemas de vigilancia de productividad. Estamos ante el gran truco final: lo mismo que nos hace dependientes, acaba por vendernos independencia.
La industria tecnológica, siempre dispuesta a empaquetar cualquier gesto contracultural, es capaz de transformar cualquier rebelión contra lo superfluo en un estilo de vida premium, donde la renuncia al exceso se practica desde un teléfono minimalista que cuesta lo mismo que un alquiler. Diógenes fue capaz de repudiar el favor de Alejandro Magno para espetarle “apártate que me tapas el sol”; en cambio, nosotros le agradecemos a nuestros nuevos emperadores tecnológicos que sean sus pantallas las que nos deslumbren. O, más bien, que nos dejen a oscuras.


