Hay ventolera en la Mar Bella ya entrada la tarde. Una lengua de cemento separa playas, a un lado las que parecen acabar en el hotel Vela y las otras en las Tres Torres. Más allá de la metafísica y las estadísticas, Barcelona es bajar a calles y playas y mirarnos los vecinos, de los cuales menos de la mitad somos nacidos en la ciudad, más del 30% lo hicieron en el extranjero. Porcentajes que un domingo, entrada la tarde, en la Mar Bella, dicen mucho y nada.

Un tipo menudo, fibrado y tatuado hace cuerda y luego boxea contra su fantasma. Otro, con el pelo amarillo y gafas de sol con montura blanca está sentado sobre los bloques de cemento, saturado de vitamina E, remedio farmacológico para alivio de desmanes. Una familia sudamericana formada por padre, madre, hija, hijo, novia, perro, sillas de plástico y nevera cruzan en diagonal huyendo de la arena en ventolera. Una pareja de sesentones, de polo metido en pantalón y vestido de ir a cualquier sitio menos a la playa, andan por aquí como autos de choque. Dos chicas, en las rocas, se ceden el cigarro. Una de ellas va rapada y está enfadada con cualquiera menos con la otra chica, de pelo ondulado y tatuajes en brazos: cabezas de medusa, caligrafías y gatos.
Esta ciudad contagia la idea de que puedes sacar adelante tu vida
Llega un chaval magrebí sobre un patinete eléctrico escuchando rap francés a toda hostia. Se detiene, el cigarrillo que estaba entre sus dedos, ya lo lleva en la boca. No pide permiso, no baja el volumen de la música, nos reta a todos a que le digamos algo: baja la música, vete de aquí, vuelve a tu país. Pero nadie dice nada porque Barcelona tiene eso, diluye el conflicto hasta hacerlo inservible. Hay sitio para todos. Al rato, es uno más del paisaje. Barcelona como todas las ciudades es solo gente aquí y ahora.
Se apoya en uno de los muros y mira el horizonte y también detrás, los edificios, las montañas, las nubes con ese mirar de los que buscan una brecha en el paraíso, convencidos de que la encontrarán. Es trágicamente guapo, con su camiseta de equipo alemán de fútbol, pantalones tan cortos como sucios y deportivas caras. Recibe una llamada –un amigo, un polvo, un cliente– y se larga. A Barcelona. Esta ciudad contagia la idea de que puedes sacar adelante tu vida. Un intangible, ni tan siquiera un mérito nuestro. Tampoco una estadística.