¡Esta noche no ceno!

Los aficionados y simpatizantes del pecado iremos donde nos manden pero con la cabeza muy alta. Nunca salió de nuestros labios la frase: ¡Esta noche no ceno!

Molestias digestivas

 

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Yo estoy a favor de que la gente sea feliz, muy feliz. Cuanto más feliz es la ciudadanía, menos gasto en sanidad, mejores son las prestaciones conyugales y el amor está en el aire, de donde vienen los resfriados de verano, carentes de prestigio social, a diferencia de los de invierno, tan solemnes.

Hay tres perfiles –barrigones, apolíneos y jetas– que más emplean la frase trampa

¿Qué lleva a una persona que acaba de pegarse un almuerzo opíparo a proclamar: “Esta noche no ceno”? ¿Por qué reniega del placer que acaba de darse y se compromete a acostarse sin cenar, a sabiendas de que le gusta cenar? ¿Acaso en esos momentos poscoito de las siestas de estío se le ocurriría decir: “Esta noche ni que se presente Laura Dern – call me, any­time – muevo yo un dedo o dos”?

Al parecer, los españoles barrigudos son proclives a la frase. Todo tiene su explicación. El hombre barrigudo ha perdido prestigio reputacional y donde antes lucía “curva de la felicidad” ahora sufre rechazo del mercado exterior y broncas del doméstico, de modo que el muy incomprendido se ve obligado a prometer tras almorzar que no cenará, ni siquiera una magdalena de Bujaraloz.

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Los apolíneos y las apolíneas –no confundir con los dionisíacos, que se apuntan a todas– se han subido al carro, sobre todo en casa de los suegros, cuya paella han devorado después de machacarles a consejos. El apolíneo y la apolínea trotan en verano y no viven en pecado, viven en mala conciencia permanente respecto a la comida. Se diría que donde algunos vemos placer, ellos ven engorro.

Hay un tercer perfil del “esta noche no ceno”. Destaca por su capacidad de reinventarse sin acudir al psicólogo y es muy capaz de abrir la nevera a eso de las diez de la noche con la excusa de comprobar si hay algún yogur caducado o restos, en cuyo caso tiene el cuajo de hacerse­ el sacrificado y aun inmolarse por la memoria de sus abuelos, hijos de la posguerra, a los que nunca oyó decir: “Esta noche no ceno”. Ya no somos lo que comemos. Somos lo que no comemos.

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