Navegar por el dial en verano fomenta la infidelidad. Son seis semanas ideales para constatar que, como en otros ámbitos, las emisoras deben adaptar su oferta al descenso de la demanda. Eso aumenta el riesgo de tropezar con una colaboradora que te sermonea con el enésimo inventario de red flags o con tertulianos que acaban todas sus frases con un “¿no?”. O que un programa autoproclamado de humor confunda la estridencia con la comicidad.
La radio sigue siendo imbatible en inmediatez informativa. El seguimiento de la catástrofe de los incendios, por ejemplo, confirma que, con o sin precariedad, siempre encuentra el tono para explicar qué está pasando y retransmitir las emociones –pánico, tristeza, impotencia, rabia– que marcan la dimensión humana de la tragedia. También para ofrecer análisis de expertos que concluyen que es catastrófico que los grandes partidos no acuerden consensos permanentes de emergencia y que los partidos extremos no ofrezcan alternativas factibles.
Todos los medios explotamos los temas de verano: canciones, viajes y sopas frías
El entretenimiento, en cambio, es más irregular. Alterna redifusiones de lata y experimentos que suelen ser réplicas de Tik-Tok o de la inteligencia artificial como proveedora de contenidos. El adicto a la radio sobrevive gracias al talento del material enlatado y de algunas secciones y a que la actualidad mantiene su sagrada función de animal de compañía.
A veces, sin embargo, caes en agujeros negros que hacen ostentación de su ignorancia y tienes que huir hacia frecuencias que no te traten como a un niño, como a un idiota o como a un niño idiota. Perduran, inmortales, los tópicos de verano. Todos los explotamos: canciones de verano, viajes y costumbrismo estacional. Y en paralelo al drama de los incendios, emergen banalidades como la conveniencia de instalar ventiladores de techo, o cómo saber si una sandía o un melón están en su punto.
Hace unos días, respetuosa con este temario ancestral, una colaboradora volvía a enumerar los métodos posibles: golpecitos al melón, comprobar si la piel tiene manchas, comparar su peso y olerlo con fuerza. Pasan los años y aún no hay una fórmula definitiva.
Pregunto: ¿podría ser que no seamos nosotros los que tenemos la capacidad de elegir el melón o la sandía y que, como pasa en tantas historias de amor, sean el melón o la sandía los que nos eligen a nosotros?
