De un tiempo a esta parte, los medios de comunicación divulgamos hazañas de personas provectas, a cual más gorda, sin que a nadie se le ocurra llamarlas ocurrencias.
Cuando un adolescente la lía, no duerme en casa o se declara poliamoroso en el almuerzo de Navidad, aparece un capote al quite: ¡son cosas de la edad!
Últimamente, las cosas de la edad abarcan también a los llamados séniors, de ahí dos tendencias en boga: argumentar que si bien tienes 98 años tu edad auténtica es de 63 –no me pregunten sobre las bases científicas– y presumir de alguna proeza física del estilo “he ascendido al Chimborazo a mis 102 años”, lo que no ha hecho nadie antes a esa edad, como es lógico y natural.
El dilema me asalta: ¿están sugiriendo que la edad no tiene barreras y si un centenario no asciende al volcán del Chimborazo –y baja, que esa es otra– es por flojo o porque está adosado al sofá, el palacio del Kremlin de los casados? ¿O se trata de personas repelentes que no contentas con subir al Chimborazo, circunvalar el cabo de Hornos en patín de pedales en solitario o buscar el amor en First dates necesitan crear tendencia y que alguien les imite?
Lo malo de las proezas en boga de los séniors es que nos dejan obligaciones
Como deferencia a estas personas que con tanto orgullo cuentan sus proezas, nos abstendremos de considerarlas “ocurrencias de la edad” y daremos por bueno que el riesgo a romperse la crisma es más estimulante que almorzar en la clandestinidad con los amigos, competir en el mundial de petanca por parejas mixtas o tomarse un malta y fumar un Lusitania en la terraza, no sea que los nietos vean al abuelo antipedagógicamente feliz en su butaca.
Hay que admirar que estamos ante proezas ligadas al cuerpo, la creatividad y la igualdad de género, antagónicas de lo que en el siglo XX se consideraban proezas de la edad provecta, tal que echarse una novia treintañera de las Antillas, conducir un Aston Martin o digerir un cochinillo asado sin remordimientos ni sales minerales. Lo malo es que estos séniors nos dejan deberes, retos y obligaciones, cuando uno creía que la felicidad en la edad provecta consistía en no tenerlas.
