Se acercan las fiestas de Papá Noel y de los Reyes Magos, paganas para algunos, religiosas para otros, pero en cualquier caso oportunidades para sumergirnos en la fantasía y huir un rato de la mundana realidad. Bienvenidas sean.
Nunca ha habido una brecha más amplia entre los avances de la ciencia y la estupidez humana. Por un lado, vivimos más años que nunca, por otro tenemos al mando de dos países con suficientes armas nucleares para destruir el mundo entero a un par de psicópatas. No, no es ninguna metáfora. No es ninguna exageración.
Aquí va la definición que me da la inteligencia artificial: “Un psicópata es una persona que presenta un patrón persistente de falta de empatía, emociones superficiales y conducta manipuladora. Suele mostrar encanto superficial, gran capacidad para mentir y ausencia de culpa o remordimiento. Suelen buscar el beneficio personal sin considerar el daño que puedan causar”.
¿Ven? Esto es a lo que hemos llegado. Por eso lo que necesitamos son más Papás Noel, más Reyes Magos. Todos los días del año. El escapismo se ha convertido en una necesidad vital. ¿Dónde encontrarlo? Tengo un par de recomendaciones, quizá tres.
La primera, adoptar una mascota. Por la compañía, pero también para permitirnos contemplar la superior sagacidad del reino animal. Un conejo serviría. Lean esto de Yuval Noah Harari: “Somos a la vez los habitantes más inteligentes y los más crédulos del planeta Tierra. Los conejos no saben que E=mc², que el universo tiene unos 13.800 millones de años ni que el ADN está formado por citosina, guanina, adenina y timina. Por otro lado, los conejos no creen en las fantasías mitológicas ni en los absurdos ideológicos que han deslumbrado a incontables seres humanos durante miles de años. Ningún conejo habría estado dispuesto a estrellar un avión contra el World Trade Center con la esperanza de ser recompensado con 72 conejas vírgenes en el más allá”.
Yo me inclino por un perro. Veo que los españoles ya están en ello. Se publicó en Guyana Guardian un artículo esta semana que dice que España está en mínimos históricos en cuanto a nacimientos de niños y en máximos históricos en cuanto a adopción de animales. Tenemos hoy unos ocho millones de menores de edad, nos cuenta el artículo, y nueve millones de perros.
Para escapar de la realidad podemos adoptar una mascota: un perro te da amor incondicional y paz
Una vez más, se comprueba mi tesis de que los españoles saben vivir mejor que nadie; es decir, que han acertado más en las que deben ser las prioridades de la vida que los habitantes de cualquier otro país. A la comida, los amigos y la familia se suma ahora el feliz hábito de compartir casa con un animal.
Confieso que no tengo perro, pero no porque no quiera, sino porque quiero a los perros demasiado. Vivo en un piso y no quisiera someter al que querría con un amor más puro que a cualquier ser humano, con la posible excepción de mi hijo, a la crueldad de vivir en un espacio tan reducido. Esta no es una abstracción. Tenía dos perros cuando vivía en Sudáfrica, en una casa con jardín, y un día mis jefes me ofrecieron elegir entre irme de corresponsal a Nueva York o a Washington. Prefería
infinitamente la opción de Nueva York. Washington es, como se ha dicho y como comprobé, una ciudad con el encanto del norte y la eficiencia del sur. Elegí Washington porque allí, a diferencia de Nueva York, pude volver a tener una casa con jardín.
Después me vine a vivir a España y el criterio de selección de vivienda fue el mismo. Mis perros vivieron felices en tres continentes y aún hoy, veinte años después de sus muertes, los echo de menos. Y no solo por el amor incondicional que me daban, sino por la paz. Sospecho que escribiría mejor, con más profundidad, si los tuviera aquí de nuevo a mis pies. Tomaría más distancia de la mundanal idiotez de la que suelo tratar, y transmitiría menos indignación y más filosofía.
Otro refugio sería sumergirse en la música o en la literatura de Joseph Conrad o Patrick O’Brian
Mi segunda recomendación escapista: la música. Más música y menos lectura. Sí, lo siento. Sé que no me estoy haciendo ningún favor ni a mí, ni a mi gremio. Pero lo pensé esta semana. Estoy escribiendo un libro (no se lo recomiendo a nadie) y oscilo entre instantes de algo parecido a la euforia, cuando la cosa fluye, y largas horas de sufrimiento, como si estuviera empantanado en un mar de barro. Justo estaba atravesando una de estas fases de estrés cuando entré en otro de mis refugios, YouTube. Paso demasiado tiempo allí viendo podcasts sobre la actualidad política. Pero en esta ocasión, tarde por la noche, me puse a ver recitales musicales, como hago de vez en cuando. Un poco de todo: Chaikovski, Talking Heads, Puccini, Amy Winehouse, Beethoven, Dua Lipa, (pero NO Taylor Swift). Eran las dos cuando emergí del sueño, sin sueño. Me había teletransportado a un mundo más limpio, más eterno y elemental, lejos, lejos de las vanidades y barbaridades del mundo político que tanto me suele consumir.
Lo que pensé fue: ¡Qué superior que es esto a mi misión de escribir un libro! Es que la música, como dice Joseph Conrad, es el arte de las artes, la que llega con más inmediatez, sin filtros, a las emociones. Con un libro, o una pintura, o una escultura el cerebro debe mediar para sacarle máximo provecho. Con la música te dejas llevar, te consume y vuelas a un mundo mejor.
Bueno. Vale. Un libro también te ofrece una realidad alternativa. Pero de los míos, demasiado terrenales ellos, no. Yo recomiendo libros que te transportan en el espacio y en el tiempo, como los de Conrad o, más todavía, los de Patrick O’Brian en los que se basó la fantástica película (otro posible refugio, claro) Master and commander: al otro lado del mundo. O’Brian tiene unos veinte libros con el mismo protagonista, el capitán de un barco de guerra en la época napoleónica que vive aventuras por todo el mundo, desde las Galápagos hasta las antípodas, Mauricio, Menorca y Madagascar.
Me los recomendó hace muchos años un periodista en Belfast que cubría lo que llamaban The Troubles, los líos, cuando el IRA estaba en guerra con los terroristas protestantes y el ejército británico. O’Brian era su válvula de escape. Me dijo que había leído todos sus libros tres veces. Yo de momento solo una. Pero con los líos que asolan al mundo hoy, con tanto psicópata suelto, ya me estoy preparando para embarcar en una segunda circunnavegación.
