Desde que irrumpió la era tecnológica a principios de siglo, la Unión Europea no da pie con bola. El laborioso sistema de decisiones comunitario parece incapaz de adaptarse a la agilidad y capacidad de riesgo que se requieren para engancharnos a la innovación tecnológica. Si no cambian el chip, las instituciones europeas van camino de convertirse en un freno para Europa.
Otros países van a toda velocidad. Así que en Europa tenemos poco tiempo (no más de cinco a siete años) para darle la vuelta a nuestra falta de presencia en el mundo tecnológico. Si no lo logramos, la caída europea en influencia, seguridad y prosperidad va a ser abrupta. Ya sé que suena a exageración. Pero también sonaba a exageración cuando muchos alertábamos de que nos estábamos quedando totalmente fuera de juego en tecnología y miren dónde estamos.
Ante este crudo escenario, que el Parlamento Europeo siga actuando como si no pasara nada no sorprende: nunca ha destacado por su visión estratégica. Pero que la Comisión siga sin reaccionar es incomprensible, porque su misión es ejecutar los objetivos estratégicos de Europa. La Comisión tiene que cambiar urgentemente su chip del modo reglamentario al modo crecimiento.
Von der Leyen lleva ya seis años al frente de la Comisión sin lograr tomar las riendas del crecimiento y posicionamiento tecnológico europeo. Dedicó su primer mandato a reglamentar y poner cortapisas a las tecnológicas americanas, sin poner a la vez las condiciones necesarias para fomentar la creación de grandes empresas tecnológicas europeas. Acuérdense de cuando el comisario Breton celebraba (con la presidencia española) haber sido los primeros en regular la IA sin saber qué regulaban. O cuando se vanagloriaba de haber creado el mercado único digital europeo. El mercado digital no existe, el de servicios tiene trabas, y hasta en el de mercancías, ¡que se hizo hace treinta años!, hay demasiadas barreras.
Los egos de la Comisión y de sus comisarios no pueden ser un obstáculo para la prosperidad de Europa
La Comisión ha de centrarse en su papel más básico: hacer que el mercado interior funcione. Redirigiendo todos los recursos monetarios y funcionariales a quitar trabas en tiempo récord. Trabajando con las empresas y profesionales europeos con experiencia tangible en tecnología (dentro y fuera de Europa) para acelerar el avance, especialmente en aplicaciones sectoriales. Y estableciendo una moratoria reglamentaria hasta que se consiga una reducción de al menos el 50% de las trabas existentes en el mercado interior, que es la prioridad más absoluta.
En vez de eso, la semana pasada la vicepresidenta Teresa Ribera se dedicó a reclamar públicamente la importancia del papel reglamentario de la Unión, indicando que la desregulación europea es un caos político (como si saber desregular bien no fuera parte de su trabajo) y defendiendo que la Unión Europea debe seguir siendo “creadora de reglas” (rule-maker ) y no “receptora de reglas” (rule-taker ) internacionales.
Las declaraciones de Ribera son prueba de que la Comisión sigue resistiéndose a aceptar su papel de facilitadora del crecimiento y avance tecnológico de Europa. Pero, además, son pura hipocresía: cuando éramos fuertes, la Comisión estaba encantada de regular primero y que otros países copiaran luego nuestras reglas (el llamado efecto Bruselas). Pero ahora que Europa ha perdido peso geopolítico y son otros los que marcan la pauta de las reglas internacionales, la Comisión se revuelve contra esa metodología.
Si la Unión Europea quiere seguir siendo quien decide las reglas, solo tiene un camino: ayudar a que Europa crezca y se convierta en la potencia tecnológica que no somos ahora. Los que dictan las reglas son y van a ser –como han sido siempre– los que más fuerza económica tengan. La soberanía reglamentaria no viene del Espíritu Santo, viene del poder económico.
Los egos de la Comisión como institución y de los comisarios a título individual no pueden convertirse en un obstáculo para la prosperidad de Europa. Bastante obstáculos tenemos ya, como para añadir otros de manufactura propia. Si los comisarios continúan actuando con miopía y obstinación, luego que no se quejen cuando se empiece a cuestionar si la Comisión sigue siendo una institución útil para Europa.
