Una comida en un convento casi mata a Albert Sánchez Piñol

En su tinta

Una “Mike Tyson con hábito de monja” dejó KO al escritor y antropólogo catalán

El capítulo anterior: “Tuve que huir de mi aldea porque me acusaron de brujería”

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El escritor Albert Sánchez Piñol 

Xavier Cervera

En este canal hemos hablado de la relación de muchos escritores con la comida. Desde Cervantes a Quevedo, Clarín, Vicente Blasco Ibáñez, Emilia Pardo Bazán, Eça de Queirós o Carson McCullers. Hoy Albert Sánchez Piñol se suma a la lista. Cada nuevo libro suyo es un regalo para su legión de seguidores. El último es, además, una confesión: una intoxicación alimentaria en un convento lo puso a las puertas de la muerte.

Sánchez Piñol, escritor y antropólogo, o antropólogo y escritor, durante un tiempo demasiado breve (¡ay!) colaborador de La Vanguardia, nos ha llevado al pasado de Catalunya y de África. A las profundidades del mar y de la tierra. También ha reescrito la historia. Como hizo Tarantino con Hitler en Malditos bastardos, ideó en El monstruo de Santa Elena otro final para Napoleón, que –ahora lo sabemos– no murió en su cama de campaña.

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Les tenebres del cor (La Campana en catalán, Alfaguara en castellano: Las tinieblas del corazón) nos devuelve al ensayista de Payasos y monstruos: la historia tragicómica de ocho dictadores africanos. Pero esta vez Sánchez Piñol no busca “el horror, el horror” de Conrad. Tampoco habla de sátrapas, aunque el recuerdo del infausto rey Leopoldo de Bélgica, que convirtió el Congo en su cortijo, impregna las páginas del libro.

El escritor ha regresado a África en busca de una quimera, una entelequia: los pigmeos, un término que él rechaza porque solo existen en la imaginación. Son una fábula, los exóticos de los exóticos, incluso para los africanos. Se les conoce todavía así por unos versos de Homero sobre unas criaturas fabulosas, diminutas. Aquellos versos dieron lugar “a uno de los malentendidos más ridículos y perdurables de la ciencia”.

En realidad, Les tenebres del cor no trata sobre el pueblo mbuti u otras etnias congoleñas, sino sobre la relación con la fantasía y la realidad de quienes creyeron a pies juntillas en la veracidad de la ficción. Creer en los pigmeos homéricos, explica el autor, es como creer en gnomos o en duendes. Nadie ha organizado expediciones a Irlanda o Escocia en busca de leprechauns o urisks, pequeñas criaturas del bosque. Pero a Congo sí.

Los llamados pigmeos no son una entidad monolítica. No solo son diferentes unas comunidades de otras, sino incluso unas aldeas de otras, donde ya ni la baja talla es un rasgo definitivo. Son personas, no seres mitológicos que luchan contra cigüeñas o grullas y montan caballitos a su medida. Sánchez Piñol repasa la historia de los antropólogos subyugados por la leyenda, una empresa en la que una comida casi le cuesta la vida.

Paul Schebesta (foto grande), Georg Schweinfurth, Paul du Chaillu y Anne Eisner

Paul Schebesta (foto grande), Georg Schweinfurth, Paul du Chaillu y Anne Eisner 

DP

El autor no escatima críticas a esos antropólogos, aunque los considera “colosos”. Exploradores y etnógrafos, con formación académica o no, con mayor o menor experiencia de campo, como Paul du Chaillu (1835-1903), Georg Schweinfurth (1836-1925),  Paul Schebesta (1887-1967) o la gran e injustamente ninguneada Anne Eisner (1911-1967), entre otros. Por eso, dudó a la hora de hablar de su propia experiencia en un capítulo.

Pero ese capítulo es precisamente de los mejores del libro. Nuestro escritor, que entonces trabajaba para una oenegé, llegó a Congo por primera vez en 1996. Allí descubrió que si Latinoamérica tiene el realismo mágico, África tiene el surrealismo mágico: en Congo los hechos más estrambóticos eran cotidianos. Pobre entre los pobres y el más desarrapado de los antropólogos, el futuro escritor se cansó de comer foufou.

El foufou es un 'empachapobres',  harina húmeda parecida a chicle”

Albert Sánchez PiñolEscritor y antropólogo

En sus vagabundeos en busca del verdadero pueblo mbuti probó todas las variedades del foufou. “Si la comida era opípara, se acompañaba de carne o pescado con salsa. Cuando no lo era, se comía foufou con foufou”. Pero, incluso así, llegó a echarlo de menos. “Después de tres días en un campamento mbuti, ¡tres días!, estaba hecho polvo: únicamente había comido una carne chamuscada irreconocible y gusanos del tamaño de un dedo”.

Cuando en uno de sus viajes a la selva, se topó con un convento, no lo dudó. Cansado “de foufou, latas de atún y espaguetis hervidos”, llamó a la puerta del recinto religioso y preguntó si podía ser admitido en el comedor. Estaba feliz cuando le dijeron que sí y le dieron una Fanta (“¡un alto honor!”), aunque luego supo que estaba visitando “la antesala del infierno”. La comida y la salsa que la acompañaba estaba muy buena… o eso creyó él.

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Una mujer mbuti 

Getty

Las monjas le rogaron que fuera a saludar a la hermana cocinera, que resultó ser “un Mike Tyson vestido de monja” con “un palmo más de carne por todo el perfil del cuerpo”, una mujer “grandiosa, descomunal”. El propio escritor reconoce que incurrió en una grave descortesía y que las palabras no le salieron ante aquella “Tyson femenina”. Enmudeció. Aún no lo sabía, pero la venganza ya se estaba cociendo en su interior.

No hacía ni 10 minutos que había abandonado el convento cuando comenzó a sentirse fatal, con dolorosos pinchazos en el estómago, “como si me hubiera tragado una langosta viva”. Para acabar de redondear la tragedia, el campamento mbuti al que iba había sido inopinadamente abandonado: nadie que pudiera ayudarle y él se encontraba cada vez peor, solo, de noche, en medio de la selva del Congo y con la frente ardiendo.

El escritor, en Barcelona

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Ana Jiménez

A la fiebre y el malestar siguió una erupción cutánea masiva, como si le hubiera atacado un inexistente ejército de mosquitos. De pronto aparecieron dos mbuti con los que trató de comunicarse por señas (ellos no hablaban nada de francés y el suajili de él era muy mejorable): les entregó un billete de diez dólares y les imploró dagua, dagua, medicina. Los dos hombres desaparecieron con el dinero. Y llegó la oscuridad total.

“Puedo morir aquí”, pensó entre delirios. Escuchó su voz más amada, la de su difunto hermano, que le animaba a salir adelante. Y no, no murió. El lector tendrá que adentrarse en Les tenebres del cor/ Las tinieblas del corazón para saber quién y cómo le salvó. Y ahora aparece la verdadera confesión del libro: el autor nunca desfalleció porque “quien despeja las tinieblas del corazón ya no tiene miedo del corazón de las tinieblas”.

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