¿Otra vez el pesado de Toni dando la brasa con lo de que la Inteligencia Artificial está cambiando nuestras vidas y maneras de cocinar? Pues no, aunque a estas alturas ya no creo que nadie lo cuestione.
Esta vez, en lugar de dialogar con el GPT quiero reflexionar sobre el GLP. El GLP-1(péptido similar al glucagón tipo 1) para ser más preciso, que es una hormona que nuestro cuerpo produce y, entre otros efectos, potencia la actividad de la insulina, aumenta la sensación de saciedad y reduce la de hambre. Por eso los medicamentos relacionados con su actividad, que en principio se desarrollaron para tratar la diabetes, se popularizan también para tratar la obesidad. Y tales fármacos, genéricamente apodados agonistas del receptor GLP-1, funcionan tan bien que están llamados a cambiar el mundo.
Aunque su historia sea reciente y falten desarrollos, adaptaciones y aún más estudios clínicos para estudiar sus efectos secundarios y posibles riesgos, parecería que nos encontramos ante una panacea cuasi todopoderosa. No sólo es eficaz con la diabetes y el control de peso, ayuda también a reducir las patologías cardiovasculares y puede frenar el progreso de la enfermedad renal, mejora la apnea del sueño, empieza a haber evidencia que funciona para luchar contra diferentes adicciones y ensayos en curso exploran su potencial para el tratamiento del alzhéimer o el párkinson. Algunos investigadores opinan que incluso sería interesante experimentar sus efectos contra el envejecimiento.
Actualmente esta gama de fármacos es cara y escasa con los consiguientes problemas para quienes los necesitan y los sistemas sanitarios públicos que los financian, pero en pocos años saldrán al mercado medicamentos análogos mucho más baratos y abundantes. Si todo esto se cumple, hay quien prevé que en el futuro una parte considerable de la población se administrará dosis de tales substancias, seguramente durante toda su vida.

El fármaco Ozempic, o semaglutida, que inicialmente se desarrolló como inyección, en forma de píldora
La cifra de usuarios ya es hoy muy grande entre quienes pueden permitírselo, no por casualidad la humorista Nikki Glaser presentó la reciente edición de los Globos de Oro como “la gran noche del Ozempic”, y empieza a repercutir en el sistema alimentario.
Y es que quienes toman estos fármacos adelgazan porque pasan efectivamente a tener menos hambre, comen menos cantidad y además, tal como he podido comprobar hablando con alguno de ellos, prefieren alimentos menos calóricos. En consecuencia, reducen o eliminan su consumo de snacks o bebidas azucaradas y priorizan aquellos productos que perciben como sanos.
La cosa tiene su porqué. Como habéis podido leer tantas veces en esta columna, nuestro mecanismo de deseo y placer busca mantener el equilibrio homeostático que necesitamos para estar vivos y sanos. Nos apetecen aquellas cosas que deberían aportar los nutrientes y la energía que requiere nuestro desarrollo y actividad corporal. Si nos medicamos para restringir o regular este mecanismo, parece lógico que dejen de apetecernos aquellos alimentos que nos parecen más energéticos, pero a la vez procuremos evitar un déficit de nutrientes esenciales.
El deseo es intrínseco a lo que somos, necesitamos y hacemos. Actuar sobre el deseo no es poca cosa. Puede llegar a tener implicaciones morales, filosóficas e incluso éticas. Sobre todo, si se llegase a hacer más por estética que por salud. Si os parece lo hablamos otro día porque merece meditarlo. Pero ya os avanzo que plantea derivadas incluso en las relaciones de pareja y sexuales.
La industria alimentaria está ya pensando en cómo adaptarse a un público que prioriza las porciones pequeñas y evita comida basura o hiperpalatable. Los más atrevidos empiezan a reducir gramajes, añadir micronutrientes o fibra y resaltar el aporte proteico. Incluso aparecen las primeras etiquetas GLP-1 friendly en los envases.
Será interesante ver hasta qué punto y a qué velocidad el fenómeno es capaz de reformar o revolucionar la demanda y la oferta de comida. También sus repercusiones en todo el sistema agroalimentario, de salud, económico, social y cultural.
Asimismo, cabe plantear cómo afectará a las dos categorías de restaurantes que en los últimos años han sido más prósperas; las cadenas de comida económica y los de alta gama (en cuanto a los restaurantes independientes de precio medio, hemos ya comentado que son los que están más amenazados, como la propia clase media, por desgracia para la justicia social, el equilibrio territorial y los productores de proximidad).
No hay mejor salsa que el hambre, le enseñó su mujer a Sancho Panza, y nuestra gastronomía tuvo que inventar una revolución para hacer atractivas sus creaciones a una generación que nunca la había experimentado de verdad. ¿Hasta qué punto los grandes restaurantes deberán ajustar sus menús degustación a una clientela de alto poder adquisitivo que, a consecuencia del tratamiento, cada vez tendrá menos apetito?
Y por último- ¿Podría obligar una socialización de estas terapias a replantear la oferta de las cadenas rápidas de comida hipercalórica?