Para alguien que ama el invierno como yo, el verano es una estación pegajosa. Y a pesar de mi animadversión veraniega, trato de soportarlo congelado bajo el aire acondicionado y disfrutando de aquellos platos que no producen sudor tan pronto los tienes delante. De las sopas frías, me apasiona el ajoblanco, y de las ensaladas, no puedo evitar viajar a mi infancia de la mano de una ensalada de arroz tal como la preparaban en casa. No me voy a poner plasta y no voy a hablar de la cocina de mi abuela.
Si en las otras estaciones trato siempre de comer en locales que me den cierta garantía higiénica —las cocinas a la vista y los lavabos impolutos, por favor— en verano me convierto en un pesado por temor a un pequeño bichito que puede tornar en un verdadero calvario para nuestra salud: las bacterias. Y es que a medida que suben las temperaturas, aumenta la posibilidad de que los alimentos desarrollen bacterias patógenas que conviertan un bonito almuerzo en un suicidio por envenenamiento.
Hay que evitar los locales que no nos den confianza y en casa hay que desterrar aquellos alimentos potencialmente nocivos a altas temperaturas. Y si las normas sirven para hacer de nuestra vida algo soportable, en verano hay que ser fiel a seis mandamientos básicos: una buena higiene personal al preparar los alimentos, guardar los alimentos en condiciones adecuadas, cocinar la comida a temperaturas apropiadas para matar las bacterias presentes y potenciales, comer los alimentos caducables lo antes posible y no dejarlos fuera del frigorífico, evitar los comestibles de alto riesgo como la leche, los huevos y las carnes crudas y, por último, estar siempre atento al deterioro de los alimentos.
Un plato de ensaladilla rusa
Evidentemente, los que no somos profesionales en la materia no tenemos la seguridad de que todo salga como lo habíamos previsto. Un ejemplo es la salmonelosis, una infección bacteriana que afecta al tracto intestinal, la cual, no tratada a tiempo, puede ser muy peligrosa e incluso mortal. Hay ensaladillas rusas servidas en locales en las que ves nadar la bacteria de la salmonella con tan solo observar la mayonesa amarillenta, pero hay casos cercanos en los que, generalmente, se han producido por un desgraciado despiste. Razón por la cual, es mejor prevenir, que curar.
Yo sufro de fobia a los insectos y, en especial, a las moscas. Y temo, como un hombre endemoniado cuando oye un leve zumbido, que las seis patas de una mosca se posen sobre cualquier plato que me disponga a degustar. Inmediatamente, lo aparto y dejo de comer. Algunos de mis amigos me llaman exagerado, pero es una fobia beneficiosa en una estación del año en la que campa a sus anchas ese insecto que se deleita con la mierda ajena. Dónde hay moscas, no me encontrarán, aunque sé que es una batalla perdida. Mi fobia, todo sea dicho, se vio incrementada tras ver la película de David Cronenberg. Hay gente que tiene pánico a los tiburones, yo a las moscas.
Muchas veces me he preguntado cómo se lo manejaban nuestros abuelos en una sociedad sometida en menor grado a las leyes de la higiene. Quizás, nuestros ancestros tenían lo que solemos llamar un organismo de hierro, mucho más resistente al dolor y a las inclemencias de la cotidianidad, en comparación a nuestros cuerpos mimados por los avances tecnológicos. Seguro que había más casos de salmonelosis, pero menos pesticidas que estuvieran mermando sus aparatos digestivos.
En una sociedad globalizada en la que los productos de proximidad brillan por su ausencia, es muy difícil controlar la manipulación que han sufrido los productos que viajan por el mundo hasta que se instalan en nuestras neveras o en las mesas de los restaurantes que frecuentamos. Y frente a la duda razonable, y por muchos avances científicos que dispongamos, la solución está en lo que ya sabían nuestros abuelos: higiene y precaución.
