Cocinar con picardía
Opinión
Según la RAE, picardía es la palabra que hace referencia a la capacidad de ser pícaro, que implica astucia, viveza y engaño, y a hechos y dichos propios de una persona pícara. Dice la RAE, que picardía también puede tener una connotación de intención deshonesta o picante, así como de atrevimiento y descaro.
Y es en ese atrevimiento y descaro, donde encontramos el quid de la cuestión, o aquello que define cocinar con picardía y que los platos consigan encontrar un lugar en nuestra memoria gastronómica y, por ende, en nuestra memoria sentimental.
En un artículo publicado hace unos domingos, puse de manifiesto mi antipatía por el brunch y la mayoría de las recetas expatriadas que conforman su recetario. Y es en la falta de picardía de sus platos, de sabores asexuados, elaborados sin ética y con demasiada estética y que olvidas tan pronto miccionas en el baño del local antes de embocar la calle, dónde encontramos el mal de una moda que está matando el placer de comer sin falsedades. Un plato sin picardía es como un polvo sin orgasmo. O, para ser más poético, un plato sin picardía es como una eyaculación precoz disfrutada por un onanista.
La picardía la podemos encontrar en una tortilla de patatas – siempre con cebolla- o en una vichyssoise. También en unos callos a la madrileña, o en una cigala con infusión de artemisa del Celler de Can Roca. El plato que eliges para dignificar tu gula, está directamente relacionado con el deseo de comer ese plato, y cuando te lo llevas a la boca y trasladas sus sabores directamente al área tegmental ventral del cerebro, la respuesta suele ser inmediata. O sucumbes de placer o de frustración. Pocas veces la realidad está a la altura del deseo, pero cuando el resultado de un plato está en concordancia con tus expectativas, el secreto está, sin duda, en la picardía del plato.
Croqueta
Muchos literatos han hablado sobre la realidad y el deseo y la dificultad de maridar los dos conceptos para lograr encontrar un minifundio de felicidad en el páramo existencial. Y la felicidad superlativa no tiene que ser torrencial como el menú degustación del restaurante triestrellado Disfrutar. En una croqueta, que algunos ven como una mera porción de masa rebozada, yo puedo encontrar el origen del universo. Cuando muerdo una croqueta, o empieza el principio del fin de mi universo sensorial o se desata un big bang cerebral de consecuencias imprevisibles.
Para mí, la picardía en la croqueta se halla en el rebozado crujiente y en la masa, la mezcla perfecta entre bechamel y carne. Pero de todas mis experiencias croqueteras, recuerdo, con especial devoción, las de pollo que preparaban en la barcelonesa Casa Fernández. La picardía estaba en el ajo tierno que encontrabas en la masa y que desapareció por arte de magia y, con ello, lo que convertía mi visita a Casa Fernández en una peregrinación obligatoria. Las picardías culinarias son individuales e intransferibles, y todo aquello que para mi puede ser reverencial, para ti puede ser fatuo.
En la picardía, aquello que a los platos los convierte en una experiencia inolvidable, es dónde reside el secreto de los que saben convertir la cocina en algo especial. Mi padre, por ejemplo, sabía preparar platos excelsos, pero elaboraba una tortilla de patatas plana por una falta evidente de atrevimiento y descaro. Y creo firmemente que la dificultad de un plato no está en su elaboración, que también, sino en la capacidad del cocinero en dar a su receta el sentido de la vida, aquello que hace de un bocado una experiencia que sólo los grandes rapsodas podrán contar en palabras.
Cuando le dije por primera vez a mi pareja que a ese plato le faltaba picardía, me miró como se observa a un rarito. Pero a los dos bocados, entendió que la vida es demasiado corta para regalar nuestros deseos fugaces a recetas inconsistentes.