Una nueva clase media

Opinión

En los últimos años, el ecosistema de los restaurantes ha ido sufriendo una mutación que, ahora, con el paso del tiempo, podemos entender como radical. No es, este, un fenómeno nuevo, pero sí que me atrevería a decir que ha ganado velocidad desde que la pandemia de 2020 y los sucesivos confinamientos cambiaron las cosas, parece, en algunos casos, que de manera más perenne de lo que pensamos en su momento.

La razón de base para esta transformación del entorno parece clara y tiene que ver con la situación económica y laboral que, en España, presenta características propias. Por un lado, asistimos a una polarización del poder adquisitivo de las diferentes capas de la sociedad, con una franja pequeña que acumula cada vez más recursos, una segundo escalón -lo que solíamos conocer como clase media- que se va diluyendo y una precarización de las condiciones laborales y de habitación que llevan a que capas crecientes de la sociedad tengan cada vez más dificultad para poder destinar un porcentaje de sus ingresos al ocio. Junto a esto, cada vez más gente se traslada -no siempre voluntariamente- a vivir lejos de los centros tradicionales, diluyendo la importancia comercial de estos y restando tiempo, que ahora se destina a coches, trenes de cercanías, intercambiadores y aparcamientos, a actividades de consumo y de ocio.

Los grandes números van bien, la economía crece, el paro baja. Sin embargo, las condiciones laborales de una parte significativa de la población no han mejorado. La precarización, la temporalidad y la incertidumbre se han convertido en parte del paisaje cotidiano, en particular para los jóvenes. Al mismo tiempo, la escalada desbocada del precio de la vivienda ha ido minando la capacidad de gasto de muchas familias en otros capítulos.

Del otro lado, la situación también ha sufrido cambios traumáticos: el incremento de gastos, particularmente en materias primas, la subida de los alquileres y traspasos, la llegada de grandes grupos empresariales, que por primera vez han salido de las grandes ciudades y las zonas más turísticas para hacer acto de presencia en ciudades medias, capitales de provincia y áreas de turismo emergente han terminado de distorsionar el mercado hasta traernos a la situación actual.

Restaurante cerrado por la pandemia

Restaurante cerrado 

Getty Images/iStockphoto

Hay muchos restaurantes que, en localidades pequeñas, ya no abren durante la primera mitad de la semana; otros, cierran al menos un tercio del año, incluso en lugares en los que no solía haber una hostelería de temporada. Las aperturas se concentran en las zonas más turísticas de las ciudades, al tiempo que muchas calles comerciales, otro hábitat tradicional de la restauración, van perdiendo su poder de atracción, incapaces de contrarrestar el impacto del comercio online.

En esta situación, un tercer vector entra en juego de manera decisiva en la última década: el turismo. Es cierto que España ha sido en las últimas décadas un destino consolidado, pero es verdad, también, que si en 2014 recibía unos 63 millones de visitantes extranjeros, en 2025 va a rozar los 100 y que el movimiento de turistas internos ha crecido proporcionalmente. Eso son millones de personas cada mes, cada vez más desestacionalizadas, cada vez más deslocalizadas, distorsionando el paisaje comercial, de ocio y de consumo habitual hasta estos últimos años, algo que probablemente tiene sus virtudes, pero que, sin duda también, presenta sus caras oscuras y que podemos medir al ritmo que abren franquicias de cafeterías procedentes del noroeste estadounidense en lugares que hace un par de años nos habrían parecido difíciles de imaginar.

Ante este panorama, abrir un restaurante tal como se hacía hasta 2020 es no ser consciente del entorno. Las reglas que definían el juego hasta entonces ya no sirven. De hecho, el paisaje ha cambiado tanto en tan poco tiempo que resulta difícil creer que sea, en realidad, el mismo.

La gama más alta de la restauración parece sumida -con excepciones puntuales- en una huida hacia adelante que, si bien parece en algunos casos, estar funcionando desde el punto de vista empresarial, está dejando atrás a la sociedad que la circunda. En algunos casos, insisto, porque este pasado mes de agosto conseguí hacer una reserva para un conocido restaurante con más de una estrella en la guía Michelin, 72 horas antes, para un sábado a la noche, algo que hace una década habría sido inimaginable.

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El porcentaje de cliente extranjero crece y algunos tickets medios parecen empeñados en converger con el salario más frecuente en el país, generando un nuevo nicho de negocio, probablemente, pero quizás también un cierto desapego, una sensación de no-pertenencia, que no creo que resulte beneficiosa para nadie en el medio plazo.

El gran cambio, sin embargo, parece estar en la gama media. Aunque para entenderlo, tal vez deberíamos definir primero qué es gama media, porque también esto, me temo, está cambiando. Si hace 5 años era posible tener un restaurante favorito, de proximidad, al que volver con frecuencia por una cantidad de dinero asumible, distinta en cada ciudad y probablemente en cada barrio, esa franja de gasto hoy ha desaparecido o se ha visto reducida a la mínima expresión.

Pondré el ejemplo de mi entorno, donde hasta hace bien poco podías comer bien y a gusto gastando 40-45€. En otras ciudades, en otros barrios, el equivalente serían 50 o 60, pero nos entendemos, supongo. En estos últimos tres o cuatro años, una parte de esos restaurantes ha cerrado, otros abren solamente de jueves a domingo a mediodía y muchos han incrementado sus precios. La última vez que fui a uno de aquellos a los que volvía de vez en cuando porque pagaba alrededor de 40€ y estaba a gusto, la factura ascendió a 63, sin vino. Y, considerando el contexto, puedo entenderlo. Lo que no tengo muy claro es si ellos me entienden a mi.

No siempre consigo aceptar, con los números en la mano, subidas de un 40, de un 50 o hasta de un 60% en tres o cuatro años. Entiendo, al mismo tiempo, que si el salario más frecuente en España ha subido en el mismo tiempo entre un 12 y un 16% la distancia se ha convertido, en muchos casos, en insalvable, lo que creo que no hace más que agravar un problema que está dando forma a una nueva realidad sectorial y a no pocos problemas.

No pongo en duda la calidad y la honestidad de esas ofertas, pero sí me sorprende su relación -o la falta de la misma- con el contexto circundante, particularmente cuando, por desgracia, son frecuentes las salas vacías, los servicios en los que se atiende a una o dos mesas y, como decía más arriba, el cierre de pequeños proyectos.

Todo esto lleva a la aparición de nuevos formatos, a casualizaciónes que, aunque también han subido sus precios siguen estando dentro del rango de lo que una capa amplia de la sociedad se puede permitir. No puedo evitar leer el éxito de la pizza o de las hamburguesas de todo tipo en esta clave. Como tampoco soy capaz de soslayar el hecho de que esto está creando nuevas generaciones de clientes absolutamente desconectadas de un formato de restaurante que fue habitual hasta hace bien poco.

No todo es desesperanzador, sin embargo. Frente a un cierto alejamiento de la alta cocina que creo que resulta tan palpable como triste en una parte de los usuarios de gastronomía pública; frente a las dificultades objetivas y crecientes de una gama media de la oferta que enfrenta una situación compleja, aparecen nuevos formatos.

Por un lado, se van haciendo frecuentes restaurantes más posibilistas, proyectos formados por una pareja, quizás tres socios, sin grandes estructuras de cocina, instalados en locales pequeños, con frecuencia en ubicaciones anómalas, al menos si los leemos desde la óptica de hace cinco años; lugares que defienden una cocina personal, técnica, conceptualmente interesante renunciando a elementos que, al menos aquí, al menos ahora, podrían lastrarla.

Por otra parte, formatos urbanos que buscan una cocina más inmediata, más cotidiana, de alguna manera. Más en la línea, también, de lo que buscan generaciones jóvenes que se asomaron al disfrute de la gastronomía después de la crisis del 2008, quizás incluso de la crisis de 2020, y que valoran otras cosas. El trabajo de la escritora Claudia Polo, plasmado en libros con el estupendo Entorno, me parece tan interesante como revelador en este sentido.

En esa línea, no me parece casual que uno de los nombres más influyentes en un panorama británico dominado hasta hace no tanto por un Gordon Ramsay surgido del entorno triestrellado, sea el de Yotam Ottolenghi, un profesional que ha basado su enorme éxito en formatos más casuales, más asumibles de manera habitual, en una cocina más cercana a la doméstica y en una mayor presencia de vegetales, vectores, todos ellos, que, al margen de que puedan gustarnos más o menos -a mí, en general, me suenan bien- tienen una resonancia menos distante para una parte importante del público post-2020.

La realidad parece ser esta. Lo sorprendente es cuánto nos está costando a quienes escribimos, a las guías, a quienes prescriben, asumirla. Quizás nos está faltando mirada larga, en este sentido. Tal vez no estamos siendo capaces de dejar atrás nuestras inercias y conseguir entender cambios que en parte son generacionales, pero que en buena medida tienen un carácter transversal y nos afectan a todos porque afectan a nuestro contexto. El mundo ha cambiado a nuestro alrededor. La gastronomía también. Así que nos toca estar atentos.

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