Los platos preparados viven un momento de auge. Según datos de la Asociación Española de Fabricantes de Platos Preparados (Asefapre), su consumo creció un 6,6% en 2024 con respecto al año anterior, con ventas que alcanzaron los 4.197 millones de euros. Por categorías, los platos preparados refrigerados continúan liderando las ventas, lo que representa un aumento del 7,8 % respecto al año anterior y alcanza un 46% del total del sector.
La médica y nutricionista Núria Monfulleda, del centro Loveyourself, en Barcelona, lo tiene claro: no todos los platos preparados son iguales. De hecho, “muchos consumidores hacen un buen uso de ellos, ya que pueden ser una buena opción cuando no se tiene posibilidad de cocinar, ya sea de forma puntual o sostenida”. Eso sí, conviene saber buscar en los lineales de los supermercados para distinguir aquellos platos preparados saludables de los que no lo son. Según Monfulleda, “se tiende a meterlos todos en el mismo saco y eso es siempre es un error que acaba confundiendo al consumidor. Hay una gran diferencia entre, pongamos por caso, una crema casera con ingredientes básicos y una lasaña ultracongelada industrial que probablemente incluya grandes cantidades de conservantes, colorantes, grasas de mala calidad y sales añadidas”.
 
            Un hombre tomando un plato de comida preparada
Para la doctora, que actualmente está trabajando en su propia línea de platos preparados que se comercializará en los supermercados Condis, existen varios aspectos que los consumidores deben tener en cuenta a la hora de evaluar la gama de precocinados que tenemos a nuestra disposición.
Los dos tramposos: el precio y el marketing no es una regla exacta, pero Monfulleda tiende a desconfiar de aquellos productos que, paradójicamente, se apoyan en exceso en el marketing. “Cuando el envase ya contiene mil mensajes y letras infinitas significa que probablemente alguien nos quiera desorientar. Una buena crema de verduras, por poner un ejemplo de un producto procesado que puede ser saludable en muchos casos, lleva verdura, nada más. Por tanto no necesita demasiadas explicaciones”, señala. También conviene desconfiar de aquellos platos muy económicos, ya que la materia prima de calidad tiene un coste y, si este no se refleja en el producto, es que probablemente nos estén dando gato por liebre.
La proporción: un indicador de calidad
“Si una crema de calabacín tiene solo un 10% de calabacín y un 30% de patata, no es una crema de calabacín, sino una crema de patata a la que se añade calabacín. Diga lo que diga la etiqueta”, explica Monfulleda. Por tanto, es conveniente fijarse en el etiquetado antes de adquirir cualquier producto, porque en las listas de ingredientes figuran los porcentajes de cada producto. Hay numerosos ejemplos. “Si en una hamburguesa de carne miramos las proporciones y la de carne es baja, hay que pensar cuáles son los ingredientes que no son carne”. Ocurre algo parecido con algunos procesados, como fiambres, en los que la proporción del ingrediente que supuestamente estamos adquiriendo es sospechosamente baja. Es el caso del pavo o el jamón de York, que en ocasiones llevan apenas un 50% de carne y el resto son féculas y harinas.
Atención a los macronutrientes Monfulleda insiste en la necesidad de mirar con detalle la composición de cada producto y fijarse en tres aspectos: la cantidad y calidad de las proteínas, grasas e hidratos. También conviene observar de dónde provienen estos macronutrientes. Siguiendo con el ejemplo de una crema de verduras procesada, un plato principal muy socorrido cuando bajan las temperaturas, “si los hidratos vienen de la verdura o la legumbre, perfecto, pero si proceden de féculas o harinas el producto no será tan interesante”. Lo mismo ocurre con la grasa: “Si proviene del aceite de oliva, bien, pero si es mantequilla o aceite de coco, ya no tanto”, afirma la experta. La buena noticia es que “toda esta información se encuentra en las etiquetas, a disposición del consumidor, de manera que solo hay que aprender a analizarla”.
 
            Una pareja tomando platos del super
Ojo con los productos veganos
Uno de los puntos que más preocupa a Monfulleda es el de los productos vegetales procesados, cada vez más presentes en los supermercados. “Hay una falsa percepción de que todo lo vegano es sano, y no es así. Muchas hamburguesas vegetales son ultraprocesadas, con harinas, almidones, aceites y aditivos, pero con muy poca proteína real”, apunta la experta. “Al final –asegura– son cereales, harinas y legumbres triturados en forma de hamburguesa con muchísimo marketing detrás”. Por eso recomienda no dejarse llevar por etiquetas como plant-based: una hamburguesa vegetal saludable debe tener ingredientes reconocibles.
Aquí se da una paradoja. “Muchas personas invierten mucho dinero en alimentos veganos ultraprocesados y, sin embargo, tienen la percepción errónea de que platos como una lasaña no son saludables. No es cierto. No lo es si es ultraprocesada, pero una lasaña de carne que apenas contenga tomate, bechamel, queso, berenjena y carne, elaborada de forma artesana y envasada, es muchísimo más sana que cualquier producto vegetal ultraprocesado”.
Cada persona, un plato
Monfulleda recuerda, además, que no todos los platos preparados sirven para todo el mundo y que hay que adaptarlos a cada necesidad. No es lo mismo buscar perder peso que ganar masa muscular o mantener una dieta equilibrada. En su consulta analiza productos de distintos supermercados, tanto refrigerados como congelados, para ayudar a sus pacientes a elegir los más adecuados, buscando siempre los que tienen proteínas de mejor calidad, menos grasas saturadas y los hidratos correctos para el tipo de producto. “No solo es posible dar con platos preparados de buena calidad que se adapten a las propias necesidades, sino que además puede ser una herramienta muy útil si no se dispone de tiempo para alimentarse bien”.
Una regla sencilla: cuidado con las etiquetas largas
No se trata de demonizar todos los aditivos alimentarios, sino de tener sentido común cuando se lee la etiqueta de un producto. Lo explica Mario Sánchez, tecnólogo de los alimentos y creador del proyecto Sefifood.es: “Los aditivos son aquellas sustancias añadidas a los productos alimenticios con una finalidad tecnológica, como por ejemplo unir emulsiones, aportar aroma o color, potenciar el sabor y, sobre todo, la función más importante: mantener la seguridad alimentaria y alargar la vida útil de los productos”. Para Sánchez, el rechazo global hacia los aditivos se enmarca dentro “de una tendencia ideológica conocida como quimiofobia” y tiene su explicación en que “casi siempre los productos insanos, que son los ultraprocesados, vienen cargados de aditivos”.
 
            Envase plástico con comida
Así pues, el problema no son los aditivos en sí, sino los ingredientes añadidos como sales, azúcares o grasas, generalmente de mala calidad, que hacen que las etiquetas acaben siendo más largas de lo que cabría esperar. En este sentido, conviene recordar que “las dosis de aditivos permitidos en los alimentos son constantemente evaluados y reevaluados por la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), que establece límites muy claros para garantizar su absoluta seguridad”, apunta JM Mulet, licenciado en química y doctor en Bioquímica y Biología molecular por la Universidad de Valencia. El problema de las etiquetas largas, por tanto, no son tanto los aditivos, que en algunos casos son necesarios, sino la adición de grasas y harinas refinadas de escasa calidad, que aumentan la palatabilidad tanto de numerosos platos precocinados como de otros alimentos habituales en nuestra dieta, desde bollería hasta salsas o postres lácteos.
