Si comenzara listando los principales ingredientes de El lago de la creación con el ánimo sincero de que lo próximo que hiciera, tras llegar al final de esta reseña, fuera dirigirse a su librería de confianza para agenciarse un ejemplar, desatendiendo cualquier otro compromiso más apremiante (bueno, sólo si hablamos de atender a familiares enfermos u operar a corazón abierto), no me tomaría como un agravio un ceño fruncido o un resoplido. ¿Cómo hacerlo si aquéllos incluyen el espionaje, la intriga bañada de hedonismo, la paleontología (con deriva final hacia la cosmogonía), las comunas neohippies y los ecoactivistas, los delirios de un teórico primitivista que predica con el ejemplo viviendo en una cueva, el legado de Guy Debord, las ínfulas de cineastas que viéndose como herederos de la nouvelle vague se han vendido al sistema, las miserias del FBI, la vida de provincias en Francia —localidades instaladas en una calma tensa que traen a la memoria las novelas de Georges Simenon—, y, agárrense, un trasunto hilarante de Michel Houellebecq y la incursión de un pueblecito anónimo a tocar de Palafrugell?
Lo expresaba con acierto Bret Easton Ellis al decir que uno avanza por sus páginas ojiplático, preguntándose cómo puede funcionar esta locura, temiendo un descarrilamiento que nunca se produce, agradecido ante la ofrenda de algo que no se parece a nada. Este crítico se suma al grupo de palmeros que encabeza el autor de American Psycho, igual que el jurado del Premio Booker, que incluyó el libro entre los finalistas en su edición del año pasado, pero no es menos cierto que el lector de autopista de peaje puede sentirse desconcertado, cuando no furioso (abundan los espacios en blanco o vacíos, a la vez que la sensación impera sobre la explicación), al zigzaguear por esta carretera de montaña sin señales, miradores y otros elementos reconocibles para la comodidad del viaje.
⁄ Una propuesta para amar u odiar: uno avanza por sus páginas y se pregunta cómo puede funcionar esta locura
Rachel Kushner (Eugene, Oregón, 1968) siempre se ha mostrado interesada en la intersección entre el ideario político revolucionario, el pensamiento y el arte transgresores y el desafío a las normas como manual de vida, así lo atestiguan sus novelas Télex desde Cuba, Los lanzallamas y La sala Marte. Su último trabajo prosigue en esta línea, pero con una propuesta más osada y abstracta, pero también más divertida y libre.
Sadie Smith es una espía —estadounidense, 34 años, atractiva, camaleónica, perspicaz, reflexiva y entregada a los pequeños placeres— que trabaja para el sector privado después de abandonar el FBI de manera deshonrosa tras una misión fallida que sigue persiguiéndola (mental y en forma de investigación). Sus jefes, a los que no puede poner rostro, le encargan que se infiltre en una cooperativa agrícola radical, ubicada en la región de la Guyena y sospechosa de cometer actos de sabotaje con fines ecologistas.
El lago de la creación es la voz (maravillosamente) ocurrente y dispersa, al tiempo que filosófica y perceptiva, que nos narra su adaptación a un entorno extraño, hostil y paranoico (la petite France y la medio secta), al tiempo que va recordando trabajos pasados que han afilado su visión sarcástica del mundo y justificando el hechizo que le generan las ideas de Bruno Lacombe, suerte de anacoreta, embrujado a su vez por la figura de los neandertales (sus disertaciones al respecto son excepcionales).
Pensamiento provocador y acción delirante van avanzando en una simbiosis única, conformando una deconstrucción de la novela de espías de tintes trascendentales (si algo así es posible), hasta alumbrar algo muy próximo al espíritu gamberro e irreverente del cine de Jean-Luc Godard (al que se cita en el libro). Una propuesta de riesgo a amar u odiar, pero que sin duda busca salir (y sacarnos) de la caverna de lo fosilizado.
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Rachel Kushner El lago de la creación AdN. Traducción de Javier Calvo. 448 páginas. 21,95 euros
