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Un fantasma de flequillo amarillento y tez anaranjada recorre Europa, se filtra por los conductos de aire acondicionado, entra en las oficinas sin pasar la tarjeta, esquiva el registro horario, se cuela en la sala del consejo de administración y se posa sobre una carpeta llamada ESG. Sí, ESG: Enviromental, Social and Governance, usted ya sabe. Aquellas iniciativas que conectan a la empresa con las sensibilidades ambientales y sociales de su tiempo. Asunto predilecto para este fantasma llamado Trump, que polariza todo lo que toca. Preparémonos pues para el mensaje que llega desde las catacumbas del nuevo orden mundial: se acabó el wokismo empresarial.
Tres indicios para intuir lo que puede ocurrir:
Uno. Hace apenas una semana, Trump sugirió que detrás del choque entre un avión y un helicóptero en Washington, en el que murieron 60 personas, se encuentran las políticas de diversidad, equidad e integración (DEI) aplicadas por sus antecesores Biden y Obama en las empresas. ¿Les suenan estas siglas? Los principios de la DEI se remontan a comienzos de los años sesenta, cuando el país asumía las convenciones más básicas para acabar con las discriminación racial. Hoy este tipo de políticas es carne de cañón en esta preocupante degradación del debate público llamada batalla cultural. En los últimos días, Meta, Amazon, McDonald's y Walmart han cancelado sus programas de diversidad.
Dos. El foro de Davos de este año será recordado por los aplausos con los que el auditorio recibió la intervención por videoconferencia de Trump y también por el viraje discursivo de sus participantes, informa aquí Piergiorgio Sandri. Quedó sentenciado a inanición el consenso globalizador, multicultural y ambiental que durante años guio los debates de la elite empresarial. Desaparecieron de un plumazo aquellas llamadas a la acción ante el cambio climático y la rampante desigualdad. Volvemos ahora a lo normal, porque lo normal, visto con perspectiva, quizá no era aquello, sino esto, esta nueva sed de beneficio y desregulación. Es lo que justifica al fin y al cabo una reunión en una acorazada estación de esquí en mitad de los Alpes suizos.
Tres. Unos días antes del foro, la mayor gestora de activos del mundo, BlackRock, decidió retirarse de la Net Zero Banking Alliance, como cuenta aquí Elisenda Vallejo. Desde las elecciones de noviembre en Estados Unidos, Goldman Sachs, Wells Fargo, Citigroup, Bank of America, Morgan Stanley y JP Morgan también han abandonado esta organización comprometida con un futuro de cero emisiones, en la que aún continúan los bancos españoles. Un duro golpe para la ya de por sí compleja financiación de proyectos verdes. Se suma a él la decisión de Trump de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París. No es que niegue el calentamiento global, es que espera sacar el máximo provecho de él. Groenlandia es la mejor prueba de ello.
En fin, la duda es si el regreso de Trump puede provocar la primera gran crisis en el compromiso mostrado en los últimos años por muchas empresas con el medio ambiente, el buen gobierno, la igualdad de género y la armonía social. ¿Estamos ante el final del wokismo empresarial, de esta emulsión de valores largoplacistas abanderada en los últimos años por las grandes corporaciones?
Un poco de historia. La primera vez que se usó la expresión responsabilidad social corporativa fue en los años cincuenta, en la Universidad de Illinois. La ideó el economista Howard Rothmann Bowen, a quien la idea le costó por cierto el empleo. Los empresarios, aseguraba, pueden mejorar su competitividad y valor añadido contribuyendo de forma activa a la mejora del entorno social. Hoy le darían plaza de profesor titular en una escuela de negocios. En su época, fue interceptado por el mccarthismo y acusado de “anti business”, que es casi lo peor que se podía ser por entonces, por detrás de comunista, por supuesto.
El cambio positivo era la moda. La DEI y la responsabilidad social corporativa fueron progresando en el país, hasta entrar de lleno en los consejos de administración. A eso ayudaron las preocupaciones por el colapso climático y también el espíritu iniciático de Silicon Valley, que transformó la relación con el trabajo. Entre mesas de pin pon y bandejas de frutas, surgió una nueva forma de trascender la gimnasia de oficina y aspirar a cambiar el mundo. La búsqueda de un propósito. Todo eso es también la ESG. Una forma de atraer talento y dar sentido al castigo bíblico de ganar el pan con el sudor de la frente. A veces se trabaja más a gusto pensando que tu empresa contribuye a un mundo sostenible.
Eso fue el principio. Luego ocurrieron varias cosas. Mientras las empresas interiorizaban la nueva cultura, los reguladores comenzaban a imponer objetivos concretos para acreditar esfuerzos y acabar con el greenwashin g (falso ecologismo), el pinkwashing (falso feminismo), el purplewashing (falsa diversidad) y demás prácticas de lavandería. Todo ello fue cristalizando en normativas que frustran a algunos empresarios, con atención especial a la apuesta verde de la UE, a la que se atribuye parte de la pérdida de competitividad comunitaria frente a China o Estados Unidos. Las políticas de ESG también colisionan con los intereses más primarios cuando no se perciben beneficios económicos inmediatos. O cuando se identifican con farragosas cargas burocráticas. Súmese a esto la polarización trumpista que nos acecha, capaz de deshacer cualquier consenso y convertir nobles propósitos en demoniacas conjuras. Abajo la burocracia, parecen decir ahora aquellos jóvenes pioneros de Silicon Valley, convertidos en implacables broligarcas. Queremos rock and roll, probar aquella droga que ya probaron nuestros mayores, la droga de la desregulación. (¿Se acuerdan de su resaca?).
En España, el código Conthe del 2006 fue el gran salto hacia el buen gobierno de las empresas cotizadas. Allí la CNMV introdujo 72 recomendaciones --no hay sanción-- con el objeto de mejorar su transparencia y gobernanza. Son sociedades “públicas” en el más puro sentido anglosajón y por ello deben someterse a unos criterios comunes de funcionamiento, en aras del mejor entendimiento por parte de los inversores. En el 2020 se reformó el código --podría haberse llamado código Buenaventura, el presidente de la CNMV en aquel momento-- para, entre otras cosas, fijar un mínimo del 40% de mujeres en los consejos de administración. Los últimos informes de la CNMV muestran que este porcentaje se cumple, pero solo en el Ibex. Baja mucho en empresa ajenas al selectivo, y mucho más en el siguiente grado jerárquico, en las direcciones generales. El Gobierno aprobó el año pasado la ley de paridad, que impone este 40% en los consejos de administración de las cotizadas. No es tan difícil, pero este tipo de cosas al trumpismo le resultan de un wokismo insoportable.
A nivel comunitario, lo más reciente es una directiva conocida como CSRD que trae al parecer de cabeza a las empresas --1.144 puntos de reporte distribuidos en 12 estándares, ahí es nada--. A ello se suman otras normas como el reglamento de taxonomía de finanzas sostenibles y la impronunciable CSDDD, que es la directiva sobre diligencia debida de las empresas en sostenibilidad (¿no podrían haber metido alguna aliviadora vocal?, ¿por qué oscurecen tanto las cosas?). Todo este corpus bruselense ha profesionalizado el mundo de la ESG y también ha generado algo de malestar en algunas empresas por los esfuerzos que requiere. Bruselas quiere ahora simplificar la norma para rebajar la carga burocrática, no para dar pasos atrás en sostenibilidad.
Y ahora, ¿qué puede ocurrir? Tres corporaciones del Ibex, por su tamaño e influencia, parecen en condiciones de decantar el nuevo debate sobre la orientación social y ambiental de las empresas. Sus primeros ejecutivos son los que más se mojan entre los grandes, por decirlo así. Se trata de Santander, Iberdrola y Repsol. Por lo pronto, lo que une a las tres es cierto malestar con las políticas medioambientales europeas:
Santander. Su presidenta, Ana Botín, se ha declarado feminista y ha dedicado una de sus dosificadas exposiciones mediáticas a visitar el Ártico. El banco, a través de Openbank, está creciendo ahora con fuerza en Estados Unidos, el gran laboratorio de ideas y campo de batalla de guerras culturales. La entidad es la única española considerada sistémica y de alcance global, lo que le obliga a trabajar con un modelo de conectividad entre todas las geografías al que llama network effect. Necesita una cultura común de valores, en la que la ESG parece especialmente justificada.
Sin embargo, Botín tuvo ocasión de interpelar a Trump en Davos, y lo hizo para mostrarse partidaria de una mayor desregulación, sin precisar su contenido. En la rueda de prensa de esta semana de presentación de resultados (récord), dio algún detalle. La queja regulatoria de Botín tiene que ver con los estándares comunitarios de información sobre finanzas verdes, que penalizan los créditos concedidos en países como México o Brasil, donde se desarrollan infraestructuras más contaminantes. “Debe haber una transición justa, que se haga de manera diferencial dependiendo de cada país”, dijo.
Ana Botín, presidenta del Santander
Iberdrola. La compañía ha orientado su negocio hacia las redes y las renovables, con un discurso en el que enfatiza la necesidad de avanzar en la electrificación y en el que incorpora la energía nuclear como vector "necesario" para garantizar la competitividad en Europa. Ha sido también uno de los grandes patrocinadores del fútbol femenino. Su presidente, Ignacio Sánchez Galán, también participó en Davos. Su queja tiene también que ver con la política europea. La UE, dijo hace unos días, ha enarbolado la bandera verde, pero ahora se encuentra por detrás de China, que ya ha logrado electrificar el 30% de su economía.
Repsol. La empresa se ha puesto como objetivo alcanzar las cero emisiones netas en el 2050. Eso no impide que su consejero delegado, Josu Jon Imaz, sea el más crítico con la política medioambiental de Bruselas y del Gobierno. Algunos de sus comentarios en Davos: “Estamos exportando emisiones”, Europa toma decisiones “en base a la ideología y no a los datos”, “hemos perdido cuatro puntos de PIB industrial en tres años”. La compañía defiende la neutralidad tecnológica: que se fijen objetivos y que cada uno lo alcance con la tecnología que desee. Hace unos días, desbloqueó una inversión de 800 millones en una planta de metanol renovable en Tarragona tras decaer definitivamente la prórroga del impuesto energético. Un ejemplo de la estrecha relación entre las agendas políticas, empresariales y medioambientales. Su compromiso, afirma, es con “una transición energética justa”.
Los defensores de la ESG afirman que estas prácticas están alejadas de condicionantes políticos y son una fuente de ventaja competitiva para las empresas. Son también un foco de atracción de inversores. La bolsa española tiene su propio índice ESG y el fondo soberano noruego, el mayor del mundo, no deja de desinvertir en empresa que incumplan unos criterios básicos de sostenibilidad. Es el mismo fondo que se nutre de los ingresos del petróleo, sea dicho, pero una cosa no quita la otra. Ya gestiona por cierto 1,73 billones de euros, comenta aquí Luis Florio. Sus inversiones en grandes empresas españolas rondan los 20.000 millones de euros, incluidas las que tiene en las corporaciones arriba mencionadas, Santander, Iberdrola y Repsol. Es uno de los mayores accionistas del Ibex. De él y de otros inversores así también depende el wokismo empresarial.
Un comentario final. Cuando esta semana la consejera delegada en España de ING, Almudena Román, hablaba de las políticas de sostenibilidad, aseguraba lo siguiente: “Lo hacemos porque es lo que hay que hacer, porque es lo correcto”. Una respuesta muy sencilla y a la vez muy kantiana. A veces se trata solo de eso, de hacer lo correcto.
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