Michelle Spear, profesora de la Universidad de Bristol, explica por qué siempre tenemos hueco para el postre: “Se comporta de manera diferente una vez llega al intestino”
Dulce final
La divulgadora expone los factores psicológicos y estomacales que entran en juego
Marc Llavanera, doctor de la Universitat de Girona, muestra la huella de la dieta en la fertilidad masculina: “Es la forma en que comemos cada día, y no un alimento específico”

Cheesecake de dulce de leche
La alimentación es un mundo lleno de curiosidades, misterios, descubrimientos y, sobre todo, platos deliciosos. Cada cultura tiene una forma distinta de comer, usando distintos ingredientes y métodos de elaboración. Sin embargo, algunos de ellos podrían llegar a comportar complicaciones, siempre y cuando no se consuman adecuadamente. Aun así, cada vez son más personas las que están dispuestas a probar algo nuevo, desconocido pero que podría ser delicioso.
Uno de los elementos más propensos a probarse en comidas y cenas es el postre: un final dulce para cualquier tipo de banquete copioso, o también para acompañar una jornada más ligera. Desde tiempos inmemoriales, se bromea con que siempre encontramos un lugar en nuestro estómago para el postre, pero existe una explicación científica exacta ante este fenómeno. Michelle Spear, profesora de Anatomía de la Universidad de Bristol (Reino Unido), detalló que este tipo de elaboraciones modifican nuestra percepción interior.

“Anatómicamente hablando no hay un espacio extra en nuestro estómago, pero la sensación de tener espacio para el postre está tan ampliamente difundida, que merece una explicación científica. Lejos de ser algo imaginario, esta sensación refleja una serie de procesos fisiológicos y psicológicos que juntos hacen que le den al postre una apariencia única, incluso cuando el plato principal parece que colmó todos los límites”, contaba en The Conversation y BBC Mundo. Un concepto que los japoneses denominan betsubara (segundo estómago).
Spear desgranó el funcionamiento de nuestro estómago, que no funciona como una bolsa de comida y ácidos normal y corriente: se ensancha y adapta a lo que comemos, y en qué cantidad. “Con los primeros bocados comienza un proceso llamado acomodación gástrica: los músculos se extienden creando una capacidad mayor a medida que se hace más presión”, explicaba, insistiendo en que los postres, más todavía los ligeros como mousses o helados, generan una ampliación del estómago debido al poco trabajo digestivo que provocan.

Cuestión mental
“Muchas de las ganas de comer postre vienen del cerebro, específicamente de los círculos neuronales que involucran la recompensa y el placer. El apetito no está gobernado únicamente por el hambre físico. También hay un hambre hedónica, el deseo de comer algo solo porque se puede disfrutar. Estos activan el sistema mesolímbico de dopamina, aumentando la motivación para comer y debilitando temporalmente las señales de saciedad. Después de quedar satisfecho con el plato principal, el hambre física tal vez se habrá ido, pero saber que hay un postre esperando crea un deseo separado, que tiene que ver con la recompensa”, ampliaba.
“Otro mecanismo es la llamada saciedad sensorial específica. Mientras comemos, la respuesta de nuestro cerebro a los sabores y texturas que hay en el plato va disminuyendo de forma gradual, haciendo la comida menos interesante. Ahora, si se introduce otro sabor esa respuesta se refresca. Muchas personas que realmente sienten que no pueden terminar su plato principal descubren de repente que ‘podrían comerse un postre’ porque la novedad del postre reaviva su motivación para comer. En comparación con los alimentos ricos en proteínas o grasas, los azucarados salen del estómago rápidamente y requieren poca descomposición”, sentenciaba.

