Cuando Marta recoge gatitos de apenas tres días, abandonados en una caja o huérfanos tras la muerte de su madre —lo sabe con certeza, porque lleva horas observando que no se haya separado para buscar comida—, es consciente de lo que viene: semanas de desvelo, despertándose cada dos horas para darles el biberón, estimularlos para que orinen y controlar su temperatura. En su salón, entre sábanas viejas, mantas dobladas y un difusor de feromonas, monta lo más parecido a una incubadora casera. No es veterinaria. No tiene formación específica. Solo tiene voluntad. Y muy poca ayuda.
Casos como el de Marta se repiten a diario en toda España en centenares de hogares. Ante la falta de infraestructuras municipales adecuadas para acoger animales enfermos, muy jóvenes o que no pueden volver a la calle, las casas particulares de muchas gestoras y gestores de colonias, asumen el papel de “hospital felino” sin medios ni reconocimiento. Estas casas de acogida son esenciales para salvar vidas, pero también revelan una carencia estructural que pone en riesgo a personas y animales.
Las casas de acogida suelen comenzar como un gesto puntual de empatía: un animal herido, una camada abandonada, una madre lactante desnutrida. Pero lo que empieza con una manta y un bol de agua puede convertirse en una carga emocional, logística y económica que desborda. Estos hogares se transforman en unidades veterinarias sin descanso, donde se administra medicación, se alimenta, se limpia, se juega, se aplica suero, se desparasita o se vela por la vida de cachorros que aún no han abierto los ojos. Todo ello mientras se concilia con el trabajo, la familia o incluso la crianza de niños. Y muchas veces, sin poder decir que no. Una red invisible y agotada.
La acogida implica reorganizar la vida doméstica: dividir habitaciones, aislar zonas, comprar arena, alimento especial o medicamentos. El compromiso puede durar días, semanas o meses. A menudo, sin dormir, sin vacaciones, sin saber si el animal sobrevivirá. En muchos casos, sin apoyo veterinario público ni ayudas económicas. Y con la presión emocional de tener que hacerlo. Detrás de esta sobreexigencia muchas veces hay patrones psicológicos que impiden poner límites: personas que se sienten culpables si rechazan ayudar, que buscan redención a través del cuidado, que derivan su identidad al rol de salvadoras. Algunas desarrollan el conocido síndrome de Noé, acumulando animales por encima de sus posibilidades, lo que acaba afectando su salud mental, sus relaciones personales y, tristemente, la calidad de vida de los propios animales.
La acogida implica reorganizar la vida doméstica y el compromiso puede durar días, semanas o meses
No todos los gatos deben ser rescatados. Muchos viven en colonias felinas gestionadas, en libertad, donde están esterilizadas/castrados, alimentados, supervisados y adaptados a su entorno. Sacarlos de ese territorio supone deshacer estructuras sociales felinas, desorientarlos y, muchas veces, condenarlos a una jaula compartida en un refugio con otros diez gatos, sin estímulo ni espacio. Para ellos, el encierro no es un rescate: es una prisión.
Desde un punto de vista veterinario, criar a un cachorro en una casa de acogida puede ser una oportunidad si no tiene madre o su vida corre peligro. Pero cuando la madre está presente y la colonia está controlada, separarlos es interferir en un proceso biológico y emocional esencial. Estudios etológicos demuestran que los gatitos que crecen junto a su madre y hermanos durante al menos ocho semanas en libertad presentan menos problemas de socialización, menor incidencia de miedo crónico y mejor adaptación en etapas posteriores. Además, diversos trabajos —como los publicados por Neighborhood Cats o la Humane Society— insisten en que los gatos ferales o semisocializados se adaptan mejor a su entorno si se les trata médicamente y se les devuelve a su territorio.

No todos los gatos deben ser rescatados, muchos viven en colonias felinas gestionadas.
Algunos solo necesitan atención veterinaria, reposo breve y volver con su grupo. Porque el vínculo con su territorio, su familia felina y su entorno es más fuerte que cualquier cama acolchada. No se trata de salvarlos de la calle, sino de cuidarles sin romper sus raíces.
Por eso, los programas de gestión de colonias, como el modelo CER (Captura, Esterilización y Retorno), deben ser una prioridad municipal. Eliminar colonias o trasladarlas no es una solución ética ni efectiva. Se necesita educación social sobre la libertad del gato feral y criterios claros para decidir cuándo un animal debe ser acogido, adoptado o liberado.
Criar a un cachorro en una casa de acogida puede ser una oportunidad si no tiene madre o su vida corre peligro
Cuando un gato sí debe ser adoptado, la responsabilidad no acaba en el momento de firmar el contrato. Comienza ahí. Evaluar correctamente al adoptante, como hacen muchas entidades responsables con un test previo y contrato detallado, es esencial para evitar abandonos posteriores. Porque sí, muchos gatos rescatados y dados en adopción son luego devueltos, encerrados o abandonados de nuevo, esta vez en un entorno más hostil que la calle.
El proceso debe incluir una socialización respetuosa con la madre, un entorno estable, seguimiento post-adopción y compromiso real. Y cuando el gato no se adapta al hogar, la solución no puede ser devolverlo a una jaula. A veces, lo más ético es liberarlo de nuevo, si es viable.
Las gestoras de colonias lo repiten sin descanso: necesitamos gateras municipales. Espacios temporales seguros para cuarentenas, postoperatorios, casos graves o sociales. Lugares con materiales, protocolos, personal formado. No más casas particulares improvisando clínicas. No más personas cargando con todo sin apoyo. No más gatos sufriendo por falta de medios.
Las buenas prácticas en países como Francia, Alemania o Estados Unidos demuestran que una red pública de apoyo a casas de acogida es posible. Solo falta voluntad política. En estos países, el rol de las casas de acogida está respaldado institucionalmente.
- Países Bajos: organizaciones como Dierenopvang Amsterdam cuentan con convenios públicos que garantizan asistencia veterinaria, suministro de materiales y un sistema de turnos para no sobrecargar a las familias. Se reconoce su papel como parte del ecosistema de protección animal, y reciben compensaciones o descuentos fiscales.
- Francia: en varias regiones, las SPA locales disponen de “espacios puente” municipales para animales que requieren atención especial. Si no hay espacio en refugio, las casas de acogida reciben apoyo logístico: leche maternizada, jaulas adaptadas, y seguimiento veterinario regular.
- Alemania: en estados como Renania o Baviera, se ofrece una bonificación anual a hogares registrados como casas de acogida terapéutica. Esta categoría permite deducir ciertos gastos y acceder a formaciones online subvencionadas por el estado o asociaciones veterinarias.
- EE.UU. (modelo ShelterLink): muchas entidades funcionan con una red de acogida rotativa que permite alternar tareas según disponibilidad. Se entregan “kits de acogida” con todo el material necesario (transportín, alimento, medicinas) y un veterinario de referencia hace seguimiento.
En España, aunque la Ley 7/2023 reconoce la figura del gestor de colonias felinas, la red pública de apoyo a las casas de acogida sigue siendo una promesa pendiente. Las entidades de protección animal —muchas de ellas desbordadas y sin recursos estables— sobreviven gracias al compromiso individual de cientos de personas que abren las puertas de su casa sin más respaldo que su vocación y entrega.
No hay una base de datos oficial que acredite a estos hogares. No existe un sistema de reparto de material básico —como transportines, leche maternizada o antiparasitarios— ni un protocolo común que garantice atención veterinaria pública en los casos urgentes. Tampoco hay formación ni acompañamiento para quienes se enfrentan por primera vez a la fragilidad de un cachorro recién nacido o a la recuperación de un gato herido.
En España, aunque la Ley 7/2023 reconoce la figura del gestor de colonias felinas, la red pública de apoyo a las casas de acogida sigue siendo una promesa pendiente
A menudo, en estos escenarios repletos de compasión, se desperdician recursos por falta de coordinación. Botes de leche maternizada que caducan en estanterías porque los gatitos ya han crecido; medicamentos que se compran por duplicado; transportines vacíos mientras otros hogares improvisan camas con cajas de cartón. Compartir —más allá de rescatar— debería ser también parte de la red: una bolsa común de materiales, una base de datos viva, una cultura de colaboración donde una casa sin gatitos pueda ser apoyo logístico de otra desbordada.
Sin reconocimiento institucional, sin ayudas fiscales, sin una estructura que los sostenga, estos hogares se convierten en trincheras improvisadas. Lo que falta no es voluntad, sino un sistema que entienda que salvar vidas no puede depender eternamente de la caridad. Urge construir un modelo coordinado, seguro y sostenible que articule recursos, protocolos y formación para quienes acogen. Porque cuidar, también necesita cuidados.