“Un gato apareció colgado, y un vecino bloqueó reiteradamente el acceso al espacio, impidiendo la alimentación y el seguimiento por parte de las cuidadoras”: la fragilidad del sistema de gestión de colonias felinas
Cuidados
Un caso extremo de violencia vecinal reabre el debate sobre cómo proteger a los animales y a quienes los cuidan. “El problema es cómo evitar que en el futuro tengamos que actuar cuando ya es demasiado tarde y la vida de los animales se convierte en moneda de presión”, explica una gestora
Hasta hace poco, el conflicto con los gatos comunitarios era casi invisible.
Hace apenas una década, las quejas vecinales por los gatos comunitarios apenas se oían. No porque no existieran, sino porque quedaban ocultas bajo un manto de silencio. Muchos vecinos optaban por “resolver” el problema por su cuenta: disparos de perdigón, venenos o desapariciones discretas que rara vez trascendían.
Hoy el escenario ha cambiado radicalmente. La visibilización de las colonias, el reconocimiento legal de los gatos comunitarios y la existencia de sanciones —multas e incluso penas de cárcel— han sacado a la luz una realidad antes ignorada. Pero esta exposición también genera crispación: lo que antes se borraba, ahora se protege. Y esa transición cultural no está exenta de choques.
Un caso reciente lo ilustra con crudeza. En una colonia felina urbana, un vecino contrario a la presencia de gatos bloqueó reiteradamente el acceso al espacio, impidiendo la alimentación y el seguimiento por parte de las cuidadoras, que contaban con autorización expresa de la propiedad.
El desenlace fue devastador: uno de los gatos apareció muerto y colgado dentro de una estructura metálica. Todo apunta a un acto violento, intencionado y con clara voluntad intimidatoria. La escena, además de constituir un posible delito penal, ha tenido un fuerte impacto emocional en la red de gestoras que cuidan de los animales. La respuesta del Laboratorio Municipal fue rápida: trasladó a los animales a la protectora para evitar nuevas muertes. Un gesto que salvó vidas, pero que también evidencia la fragilidad del sistema actual: se actúa cuando ya es demasiado tarde.
El coste oculto de la violencia
Estos episodios tienen un coste altísimo. No solo económico —por los recursos movilizados en emergencias—, sino social: la convivencia vecinal se resquebraja, la relación entre administraciones y gestoras se tensiona y, para colmo, la persona que comete el acto violento suele quedar impune. En palabras de una gestora: “El problema es cómo evitar que en el futuro tengamos que actuar cuando ya es demasiado tarde y la vida de los animales se convierte en moneda de presión”.
El bosque, una plaza con bancos, un solar vacío. Allí donde hay alimento y refugio, aparecen ellos: los gatos comunitarios. Invisibles para muchos, polémicos para algunos, imprescindibles para quienes los cuidan. En torno a ellos se teje una trama compleja de afectos, rechazos y malentendidos que, sin educación ni empatía, se convierte en conflicto vecinal.
Estos episodios tienen un coste altísimo: la convivencia vecinal se resquebraja y la persona que comete el acto violento suele quedar impune
La ciencia ayuda a entenderlo: un gato no vive al azar. Su territorio se organiza en lo que los etólogos llaman home range y core area: una zona amplia de movimiento y un núcleo central donde descansan y socializan. Las colonias se forman por lazos familiares, y las hembras suelen rechazar intrusos. Ese comportamiento explica muchos de los maullidos nocturnos, peleas y marcajes que despiertan quejas en los barrios. Y por eso el plan CER es importante, porque ayuda a reducir estas molestias y su protección para que la gente “soporte” su presencia.
Lo que no se veía: silencio, violencia y ausencia de empatía
Hasta hace poco, el conflicto con los gatos comunitarios era casi invisible. No porque no existiera, sino porque quedaba oculto: nadie lo publicaba, y muchos vecinos lo resolvían “por su cuenta”. En algunos barrios, los gatos eran directamente masacrados: los aquejaban a perdigonazos, envenenamientos o persecuciones silenciosas que, aunque crueles, pasaban desapercibidas. No había denuncias, ni quejas escritas, ni cámaras de vigilancia: solo desaparecían. Y las alimentadoras, les lloraban en silencio, del mismo modo que habían estado alimentándoles hasta ese momento: a escondidas, con miedo a ser vistas por vecinos que increpan, que insultan y que incluso llegan a las manos ante actos tan altruistas como el de dar a comer a animales con los que convivimos desde hace miles de años.
Este silencio se explica, en parte, por una percepción cultural profundamente arraigada: se consideraba legítimo hacer “desaparecer” aquello que molestaba bajo el paraguas de la seguridad o la higiene. Pero lo invisible era el dolor, no los cuerpos, y los pocos que osaban alzar la voz eran tachadas de “locas” o “animalistas radicales”. Hasta que la empatía—cada vez más eco-empática—connexa lo natural con lo moral.
Hoy la realidad es otra. Lo que antes era borrado se ha hecho visible. Los gatos existen. Están aquí. Y eso genera crispación: porque ya no pueden ser ignorados ni tratados como invisibles. Ahora están protegidos por leyes: multas, sanciones, e incluso penas de cárcel esperan a quienes perpetren actos crueles contra ellos. Los animales ya no son “objetos”: tienen estatus legal como “seres vivos y sintientes”, y maltratarlos puede acarrear graves problemas. Esta legitimación legal, justo al exponerse, genera choque: una ley que empatiza con un gato puede, para otros, parecer excesiva o “impuesta de arriba”.
La confrontación, muchas veces, nació del hecho de que no todo el mundo procesa la idea de convivir con fauna “ajena” tan rápido o con empatía. Antes se mataba o echaba. Ahora, se educa… y se exige respeto. Eso crea fricciones: vecinos que no aceptan que su conducta anterior ahora se considere ilegal o inmoral; otros que exigen respeto y penas. Un choque que, como toda transición, duele.
Cuando la falta de comprensión se convierte en queja
En un municipio de más de 100.000 habitantes se registran hasta diez quejas semanales por la presencia de gatos. “Ruidos, suciedad, miedo a enfermedades”, enumeran los técnicos municipales. Sin embargo, la mayoría de estos conflictos no se deben a los gatos en sí, sino a la falta de información sobre su biología y a prácticas inadecuadas como la gran cantidad de basura humana, la urbanización de espacios naturales que acumulan plagas de parásitos, la ignorancia descontrolada de quienes no entienden que los gatos viven entre nosotros.
Los estudios lo confirman: los gatos libres pueden recorrer hasta cinco hectáreas en entornos urbanos. Para los vecinos, esa movilidad se percibe como “invasión”; para los gatos, es solo supervivencia. Es su vida. Y es en libertad, como mucha otra fauna comunitaria que tiene derecho a vivir. La clave, señalan los expertos, está en transformar la percepción de plaga en la de un animal comunitario con un papel en el ecosistema urbano.
En un municipio de más de 100.000 habitantes se registran hasta diez quejas semanales por la presencia de gatos.
“Yo he pasado de tenerles fobia y odiarlos a tener dos en casa en menos de un año”, confiesa Trini, gestora de colonias en un pequeño municipio. Su historia refleja la fuerza de la empatía como motor de cambio. Hoy, además de cuidar, se ha implicado en la presión vecinal para que el ayuntamiento ponga en marcha un plan CER. “En septiembre se tratará en pleno, y parece que hay interés. Hace un año no lo habría imaginado”. Historias como la suya demuestran que la educación no solo cambia la vida de los gatos: también cambia la de las personas que antes los rechazaban.
Y también están los grupos de WhatsApp de gestoras de colonias, que son una ventana a las tensiones diarias: capturas que se retrasan por falta de luz en quirófanos improvisados, refugios destrozados por vandalismo, gatos sin agua antes de ser operados. Pero también a la esperanza: voluntarias que organizan limpiezas colectivas, vecinos que aportan leche para crías rescatadas, artesanos improvisados que construyen tolvas de agua.
Si se viera el esfuerzo que hay detrás, se entendería que no se trata de dejar pienso por ahí, sino de gestionar vidas
“Si vieses el esfuerzo que hay detrás, entenderías que no se trata de dejar pienso por ahí, sino de gestionar vidas”, escribe Sonia en uno de estos grupos, indignada porque su colonia fue destrozada tres veces en un mes.
Las experiencias internacionales lo avalan. En La Graciosa (Islas Canarias), un programa integral de captura-esterilización-retorno, acompañado de educación comunitaria, logró reducir notablemente la población y las quejas vecinales. En Newburyport (EE.UU.), tras décadas de TNR (siglas del CER en inglés: Trap-Neuter-Return), la convivencia mejoró hasta el punto de que los gatos se convirtieron en símbolo local. La ciencia también ofrece soluciones: esterilización que reduce conductas de marcaje y peleas, refugios discretos que evitan suciedad, alimentación controlada con rutinas que disminuye los conflictos.
En España, los conflictos vecinales que durante años enfrentaron a gestoras, ayuntamientos y residentes han encontrado una vía de salida en la mediación a través de consultorías expertas en colonias felinas. “Hemos visto cómo, después de años de disputas, las relaciones mejoran cuando se explica con rigor qué es un gato comunitario y cómo gestionarlo”, explica el equipo de Mishilovers, consultoría con experiencia en mediación de colonias felinas.
La historia no es solamente normativa: también es psicológica. Estudios recientes muestran que la empatía hacia la naturaleza—la llamada eco‑empathy o empatía ecológica—puede cultivarse mediante educación, narrativa ambiental y expresión emocional compartida. Además, investigaciones en eco-psicología muestran cómo la empatía hacia los animales no solo transforma actitudes hacia ellos, sino que incide en valores más amplios: respeto, respeto al ecosistema, conciencia de biodiversidad.
Los hábitos mentales cambian: primero se normaliza la presencia del gato, luego se le comprende como vecino, después se le protege. A veces salta el conflicto, pero también la posibilidad de hacer de esa tensión inicial un punto de inflexión cultural.
La convivencia como destino, no como concesión
Porque los gatos siempre han estado aquí. En cada entorno urbano y rural convive con fauna y flora que no pedimos, que crece sin permiso y a la que ahora estamos empezando a reconocer como portadora de derechos. ¿Por qué? Porque la convivencia es inevitable. Y porque densidad urbana, cambio ambiental y sensibilidad moral requieren que dejemos de ser una especie que anula a otras. En eso consiste la verdadera convivencia: en aceptar los límites, reconocer que nuestro espacio no es solo humano.
La empatía no es un concepto abstracto. Es un vecino que deja de ver al gato como un enemigo y empieza a verlo como parte del barrio. Es un ayuntamiento que entiende que invertir en CER es más rentable y humano que ignorar el problema. Es una comunidad que pasa de la desconfianza a la cooperación con asociaciones locales que durante todo el año ayudan a controlar las colonias con su gestión: no sólo con alimento, si no un control de natalidad y de salud.
Porque al final, los gatos seguirán estando ahí. La pregunta es si queremos vivir en la queja permanente o en la convivencia responsable. La respuesta, cada vez más, pasa por dos claves: educación y empatía. Desde Mishilovers, se han planteado propuestas a asociaciones y consistorios para que estas situaciones no se repitan:
- Registro de permisos especiales en el censo de colonias, para garantizar un control legal y efectivo de los accesos a espacios privados.
- Protocolos de aviso y respuesta rápida, con coordinación entre administraciones y entidades de referencia.
- Refugios temporales externos, que eviten la saturación de las protectoras y permitan actuar con agilidad.
- Campañas de sensibilización vecinal, que expliquen la realidad de los gatos comunitarios y fomenten la convivencia.
- Protocolos de acompañamiento emocional para las cuidadoras, que a menudo sufren amenazas, violencia o la pérdida traumática de animales bajo su cuidado.
La reflexión final es clara: la convivencia no se construye en la urgencia, sino en la prevención. La violencia contra los gatos comunitarios no solo atenta contra seres vivos protegidos por ley, sino que erosiona la confianza entre vecinos, entidades y administraciones. Visibilizar la existencia de las colonias no es crear un problema: es reconocerlo. Solo con educación, empatía y estructuras preventivas se podrá evitar que la vida de los animales se convierta en un recurso de presión vecinal y que el esfuerzo de quienes los cuidan acabe marcado por el dolor.