En cualquier ciudad, en un solar vacío o tras las rocas un contenedor, viven gatos. Algunas veces los vemos, otras no. Pero están ahí. Muchos han nacido en la calle. Otros fueron abandonados. Todos forman parte de lo que la Ley 7/2023 reconoce como “colonias felinas”: agrupaciones estables de gatos comunitarios gestionadas en parte por personas voluntarias, pero responsabilidad del municipio. Un fenómeno creciente que ha pasado de la invisibilidad a la legalidad, y que plantea una pregunta urgente: ¿qué ciudad queremos ser?
Con la entrada en vigor de esta ley, los ayuntamientos deben asumir la gestión ética de estas colonias. No es una sugerencia: es una obligación. Se les exige aplicar el método CER (captura, esterilización y retorno), mantener un censo activo, garantizar atención veterinaria y disponer de protocolos de emergencia. Pero la norma no ha venido acompañada de estructuras ni recursos en muchos territorios, y eso ha generado un bloqueo institucional que se traslada al terreno: conflictos vecinales, protectoras desbordadas, concejalías con nuevos retos a los que hacer frente exigidos por ley y una red de cuidadoras que trabajan en soledad, sin apoyo ni reconocimiento.
En los últimos meses, son muchos los ayuntamientos que nos escriben con una mezcla de angustia y desconcierto. La entrada en vigor de la ley ha colocado a los municipios frente a una realidad que lleva años creciendo en silencio: la responsabilidad institucional de proteger y gestionar de forma ética a las colonias felinas y sus cuidadoras.
La ley es clara. No se trata solo de “dejar hacer” a las voluntarias, ni de esterilizar a cuatro gatos para cumplir el expediente. Se exige metodología y profesionalización, si se aplican recursos que sirvan para ser más eficaces y mejorar la situación de las colonias. Y todo esto sin improvisar, sin mirar hacia otro lado y sin delegar completamente en la buena voluntad de quienes llevan años haciendo el trabajo invisible.
La entrada en vigor de la ley ha colocado a los municipios frente a una realidad que lleva años creciendo en silencio: la responsabilidad de gestionar de forma ética las colonias felinas y sus cuidadoras
Pero... ¿qué pasa cuando el consistorio no tiene personal técnico, ni formación interna, ni presupuesto asignado, ni siquiera un protocolo aprobado? ¿Qué ocurre cuando el vecindario se queja, las redes sociales arden y las casas de acogida colapsan? La respuesta más habitual suele ser el bloqueo. Y desde ahí, nada avanza.
Desde Mishilovers hemos creado un sistema de acompañamiento a municipios que permite profesionalizar todo el proceso sin necesidad de estructuras mastodónticas ni inversiones imposibles. Hemos diseñado una hoja de ruta realista que implica a las entidades locales, ayuntamientos y cuerpos policiales: cómo cumplir la ley y, al mismo tiempo, ordenar el territorio, reducir el conflicto y garantizar el bienestar animal. Porque sí, es posible.
No es fácil transitar este cambio de paradigma. Lo que vemos no es solo una carencia de medios, sino también de visión. La gestión felina no es un simple problema de gatos y personas a las que les gustan los animales: es una oportunidad política, comunitaria y ética. Es una forma de construir ciudad desde el cuidado, desde la empatía y desde la planificación técnica.
Una de las claves está en profesionalizar la estructura de gestión. Eso no significa crear grandes departamentos o contratar a especialistas en bienestar felino. Significa trazar mapas de colonias, conocer a las personas que las cuidan, crear canales de comunicación seguros y crear una figura mediadora con visión felina y humana. Una persona que sepa escuchar, mediar y actuar desde criterios objetivos y sobre la globalidad del territorio, no desde favoritismos, personalismos o urgencias aisladas. Porque ahora mismo, en muchos municipios, lo que hay es desunión: asociaciones que compiten entre ellas, gestoras enfrentadas, redes rotas y conflictos internos entre concejalías que deterioran cualquier intento de trabajo colectivo.
La gestión felina no es un simple problema de gatos y personas a las que les gustan los animales: es una oportunidad política
Sin embargo, para que este tipo de modelos funcionen de verdad, no basta con legislar: hay que saber a quién se encarga su aplicación. Demasiados ayuntamientos, ante la falta de estructura interna, derivan estas responsabilidades a empresas de control de plagas o gestoras de residuos urbanos que no comprenden —ni quieren comprender— el valor ecológico, social y afectivo de los gatos comunitarios. Su enfoque, heredado de viejas lógicas de exterminio, trata a los gatos como vectores de riesgo, como “fauna invasora” o, en el peor de los casos, como basura. Estas contrataciones no solo vulneran el espíritu de la ley, sino que generan aún más conflicto en los barrios, desarticulan la red de voluntariado y contribuyen a destruir hábitats donde los animales ya vivían de forma estable y controlada.
Aquí es donde aparece el primer error común: querer esterilizar sin tener un mapa. Y el segundo: querer esterilizar sin tener en cuenta la biología felina. De poco sirve lanzar una campaña de CER si la mayoría de hembras están en lactancia o embarazo avanzado. De poco sirve si tu presupuesto se agota a mediados de año porque no sabes lo que hay en tu municipio. La gestión felina no es una actuación puntual, sino un proceso técnico, legal y temporal. Hay que saber cuándo actuar, cómo capturar y qué hacer con los animales en recuperación. Sin estas respuestas, la inversión se diluye.
Los retos en la relación entre el ayuntamiento y las cuidadoras
Otro de los puntos críticos es la relación entre el ayuntamiento y las personas cuidadoras. En muchos municipios, estas personas son invisibles hasta que hay un problema. Se las señala cuando los vecinos se quejan, pero no se las forma ni se les ofrece respaldo legal y real, ya que no olvidemos que su trabajo es de 365 días al año. No basta con entregar un carnet o una armilla reflectante: hay que ofrecerles canales de comunicación estables, sesiones formativas periódicas y un marco normativo claro. Atender sus problemas y los de las colonias en vital.
La gatera municipal, pese a ser de obligado cumplimiento desde 2008, suele ser otro gran punto de dolor. Las casas de acogida acaban supliendo estos espacios municipales que deberían funcionar como espacios de tránsito con seguimiento técnico, formación interna y objetivos de adopción clara.
No basta con entregar un carnet o una armilla reflectante a las cuidadoras: hay que atender sus problemas
Frente a eso, es urgente apostar por consultoras especializadas en bienestar felino, con conocimiento técnico, visión ética y experiencia directa con el control de gestión de colonias felinas. Entidades como Mishilovers, que trabajan desde la colaboración con gestoras locales, trazan planes realistas, forman equipos técnicos y garantizan que la gestión se haga desde el respeto, la ciencia y la escucha. Porque nadie mejor que quien cuida cada día puede aportar la información y la sensibilidad necesarias para que el proceso funcione. Y porque sería inviable —económicamente y humanamente— que un ayuntamiento asumiera esta tarea sin contar con las personas que ya lo están haciendo.
Gestionar bien es, también, elegir bien a quién se confía esa gestión. Y las entidades locales deben ser la base, acompañadas si es preciso por alguien que guíe su camino y las ayude a erigir un plan protocolizado e independiente de gestión de los gatos comunitarios con un enfoque real.
El consistorio tiene aquí una responsabilidad ineludible: construir red, regular con respeto y actuar como garante del bienestar colectivo, no como mero espectador. Hay que tender puentes. Porque sin cohesión entre las personas que cuidan, tampoco puede haber bienestar felino.
Sin embargo, el bloqueo institucional no siempre responde a una falta real de recursos. En numerosos municipios, aun contando con superávits millonarios, no se destina ni un solo euro a la gestión de colonias felinas. Las asociaciones locales señalan que, en muchos casos, esta inacción no se debe a una imposibilidad técnica, sino a una resistencia ideológica: se sigue despreciando la labor de las cuidadoras, encasillándolas en clichés estigmatizantes, y cuesta asumir que hoy la ley les da la razón. Algunas administraciones, incluso sabiendo que están obligadas por la Ley 7/2023, prefieren ignorarla, confiando en que el sistema judicial será lento y la ciudadanía, silenciosa.

Los ayuntamientos de los municipios tienen la responsabilidad de gestionar las colonias felinas.
En numerosos municipios, aun contando con superávits millonarios, no se destina ni un solo euro a la gestión de colonias felinas
Pero no invertir recursos cuando la ley lo exige no es solo una irresponsabilidad política: puede constituir un incumplimiento legal. La Ley 7/2023 obliga expresamente a los ayuntamientos a aplicar el método CER, mantener censos, garantizar atención veterinaria y disponer de protocolos de emergencia. No hacerlo implica una omisión administrativa grave. Y si esa omisión es deliberada, con conocimiento del deber legal y voluntad de no actuar, puede incluso dar lugar a responsabilidades jurídicas, incluidas posibles denuncias por prevaricación por omisión.
Este tipo de negligencia, además de poner en riesgo el bienestar animal y la convivencia vecinal, vulnera derechos y mina la confianza en las instituciones. Con la entrada en vigor de esta ley, ya no vale mirar hacia otro lado. La ciudadanía lo sabe, las cuidadoras ya no se callan, y la ley ya no es un gesto simbólico: es un marco legal que exige acción, responsabilidad y voluntad política.
La importancia de la conciencia ciudadana
La conciencia ciudadana también es fundamental. Los conflictos vecinales más frecuentes surgen por falta de información. Si la gente no sabe por qué hay gatos en su calle, si no entiende qué significa una colonia controlada o quién la gestiona, es más probable que se enfrente a quienes alimentan o cuide con hostilidad lo que desconoce. Por eso es esencial que los ayuntamientos se comprometan con la educación pública. Carteles informativos, campañas en redes sociales, actividades escolares, protocolos visibles en los barrios… Todo eso ayuda. Y cuando el trabajo de las cuidadoras es reconocido institucionalmente, cambia el relato: dejan de ser “las locas de los gatos” para convertirse en ciudadanas esenciales que realizan una labor pública de primer orden.
Para imaginar este modelo de gestión, basta con mirar a otras ciudades del mundo que ya lo han implementado con éxito. Estambul, por ejemplo, ha convertido la presencia de gatos en un símbolo de identidad urbana. Allí, el ayuntamiento proporciona refugios de madera, puntos de comida y agua y atención veterinaria básica. Las colonias están integradas en la vida diaria de la ciudad: hay señalización, respeto y colaboración activa entre ciudadanía y administración. Lo más interesante no es la inversión económica, sino la voluntad política de entender a los gatos como parte legítima del ecosistema urbano.
Estambul, por ejemplo, ha convertido la presencia de gatos en un símbolo de identidad urbana
En Roma, las gestoras de colonias están oficialmente reconocidas como colaboradoras municipales. Reciben formación veterinaria básica, materiales y apoyo legal. Algunas colonias conviven en espacios históricos, como las ruinas del Largo di Torre Argentina, donde los gatos son protegidos al mismo nivel que las piedras romanas que los rodean. Aquí, la convivencia entre patrimonio, animales y comunidad ha generado incluso rutas turísticas que combinan historia y bienestar animal.
Portland, en Oregón (EE. UU.), ha impulsado un modelo basado en el cooperativismo. Diversos barrios cuentan con grupos autogestionados de vecinos que cuidan colonias bajo una misma estructura legal y administrativa. Estas cooperativas reciben fondos públicos, disponen de veterinarios colaboradores, acceden a microcréditos comunitarios y tienen acceso a formación continua. Todo bajo un paraguas municipal que coordina, pero no impone.
En Taipei, la estrategia combina tecnología, bienestar y salud pública. Las colonias están geolocalizadas, se hace seguimiento digital de cada animal esterilizado y hay un sistema de asistencia psicológica para personas cuidadoras que experimentan duelo o desgaste. Porque sí, la muerte de un gato comunitario también duele. Y acompañar a quien cuida, también es una forma de cuidar.
Son modelos distintos, pero con un principio común: entender que los gatos de la calle llevan conviviendo con el ser humano millones de años, tenemos una responsabilidad compartida. Apoyar a quienes los cuidan no es regalar privilegios, sino proteger derechos. Gestionar bien no es solo cumplir una ley, sino transformar la ciudad en un espacio más justo y amable para todos los seres que la habitan.
Los gatos de la calle son responsabilidad pública. Y con apoyo técnico, profesionalización y voluntad política, cualquier municipio puede convertirse en ejemplo. Incluso con poco presupuesto. Porque la ética no depende del dinero. Depende del compromiso. Porque sí: cuidar gatos también es hacer ciudad. Y hacerlo bien, es hacerla mejor.