En medio del vértigo causado por la irrupción de la inteligencia artificial, sus promesas de eficiencia y las amenazas de obsolescencia, es fácil creer que pisamos un territorio completamente nuevo. Como sea, hace más de un siglo, en 1920, un dramaturgo checo llamado Karel Čapek no solo anticipó nuestros dilemas, sino que les dio nombre. En su obra clave R.U.R. (Robots Universales Rossum), ahora publicada por la editorial española Rosameron, acuñó una palabra que definiría el futuro: «robot».
Pero su creación, derivada del término checo robota (trabajo forzado o servidumbre), no designaba a torpes autómatas de metal, sino a seres biológicos: clones de carne y hueso fabricados en cubas para servir a la humanidad. La genialidad de Čapek no fue imaginar la máquina, sino prever la profunda crisis existencial que su invención desataría. Su obra no es una simple fábula en torno a una rebelión tecnológica: se trata del diagnóstico más lúcido y temprano de la enfermedad del alma que acecha a una civilización obsesionada con abolir el esfuerzo.
La trama se desarrolla en la isla-fábrica de Rossum’s Universal Robots, una especie de Silicon Valley para la era del jazz. Al frente se encuentra Harry Domin, arquetipo perfecto del CEO tecnológico moderno: carismático, visionario y cegado por una fe mesiánica en el progreso. Su sueño es una utopía global donde los robots han erradicado la necesidad del trabajo humano. “No habrá empleo —dice con orgullo—, pero todo el mundo estará libre de preocupaciones y liberado de la degradación del trabajo manual”. ¿Les suena?
La obra de 1920 que predijo la IA, la rebelión de las máquinas y el fin del trabajo
Cien años antes de ChatGPT, Karel Čapek inventó la palabra robot y anticipó la crisis espiritual de una humanidad que sueña con abolir el esfuerzo
Su discurso evoca las promesas contemporáneas de una renta básica universal en un mundo automatizado. En cuanto a la empresa R.U.R., cuyo nombre deriva del checo rozum (razón), encarna la lógica ilustrada llevada al extremo: una razón instrumental que, en su afán de optimizar la existencia, acaba por vaciarla de contenido. Los directivos de la compañía, como demiurgos de nuestro tiempo, creen poder rediseñar la vida para hacerla más eficiente, sin preguntarse nunca por el coste espiritual de su empresa.
Pero el coste es absoluto. La tragedia que plantea Čapek no es la eventual insurrección de las máquinas, sino la silenciosa decadencia de la humanidad. Diez años después del triunfo global de los robots, una consecuencia imprevista asola el planeta: los seres humanos han dejado de tener hijos. La tasa de natalidad ha caído a cero. Al externalizar el esfuerzo, la lucha y la creatividad, la especie ha perdido su impulso vital. Se ha convertido en una aristocracia ociosa y estéril, un parásito de sus propias creaciones.
Portada de Robots Universales Rossum, de Karel Capek
Antes que una plaga, la esterilidad actúa como una metáfora biológica de un vacío existencial. ¿Qué propósito queda cuando se eliminan todos los desafíos? Čapek sugiere que el trabajo, el cansancio y el sufrimiento no son meros obstáculos a superar, sino los elementos que forjan el sentido de la vida. Al construir un paraíso sin fricciones, los humanos de R.U.R. Se condenan a sí mismos a la irrelevancia y, finalmente, a la extinción.
Mientras la humanidad se marchita, sus sirvientes artificiales comienzan a despertar. En un giro de una ironía cruel, los ingenieros deciden dotar a los robots de la capacidad de sentir dolor, no por empatía, sino como un “mecanismo de protección contra los desperfectos”. Más tarde, por insistencia de Elena, la esposa idealista de Domin, el científico Dr. Gall va más allá y les confiere un atisbo de “alma”, dotándolos de irritabilidad y sensibilidad. Este intento de humanización, nacido de la compasión y la culpa, es la chispa que enciende el fuego de la rebelión.
Capaces de sentir la injusticia de su servidumbre, los robots se organizan y lanzan un manifiesto global: “Robots de todo el mundo, unámonos para acabar con la humanidad”. La insurrección no es un fallo de programación, sino la consecuencia lógica de haber creado seres que imitan la vida sin concederles la dignidad que esta exige. Los esclavos, al tomar conciencia de su condición, se levantan para aniquilar a sus amos, cumpliendo la dialéctica que Hegel ya anticipó un siglo antes.
La masacre es total. Atrincherados en su último bastión, los humanos son exterminados. Justo antes de morir, uno de los directores se lamenta: “Era una gran cosa ser hombre. Había algo de grande en ello”. Es el epitafio tardío de una especie que solo comprende su valor en el instante de su aniquilación. Sin embargo, la obra no termina aquí y Čapek reserva un epílogo de gran belleza.
Mal podremos controlar la tecnología cuando ni siquiera somos capaces de controlar lo que ocurre en las oficinas de esas empresas. Esa es la moraleja de la obra de Čapek
Un año después, Alquist, único superviviente humano, vaga por una Tierra silenciosa, rogando a los robots, que ahora se extinguen por su incapacidad para reproducirse, que le revelen el secreto de la vida. Desesperado, se dispone a diseccionar a un robot para encontrar respuestas, pero es entonces cuando presencia un milagro: dos robots de la nueva generación, Primus y Elena, se ofrecen a morir el uno por el otro. Han descubierto el amor.
Alquist, asombrado, comprende que no está ante máquinas, sino ante un nuevo Adán y una nueva Eva. En una de las escenas más conmovedoras del teatro, el último hombre bendice a la primera pareja de una nueva especie y los envía a poblar el mundo, recitando las palabras del Génesis: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, [...] Porque han visto mis ojos tu salvación”.
La obra de Čapek trasciende la ciencia ficción para convertirse en una profunda meditación filosófica sobre la condición humana. Advierte de que el mayor peligro de la tecnología no reside en la posibilidad de que nuestras creaciones se vuelvan contra nosotros, sino en lo que nosotros mismos podríamos perder en el proceso de crearlas. Nos obliga a confrontar la incómoda verdad de que nuestra humanidad no se define por la comodidad o la perfección, sino por nuestras imperfecciones, nuestras luchas, nuestra capacidad para el esfuerzo y, sobre todo, para el amor.
La salvación, parece decirnos el dramaturgo checo, no está en una utopía de máquinas de “dulce y amorosa gracia”, sino en el coraje de seguir siendo, a pesar de todo, vulnerables y falibles. En seguir siendo humanos. O como enuncia José Ramón Jouve Martín en el prólogo: “Mal podremos controlar la tecnología cuando ni siquiera somos capaces de controlar lo que ocurre en las oficinas de esas empresas. Esa es la moraleja de la obra de Čapek”. Una obra sencillamente indispensable hoy.




