“Muerto vives, amor / en la naturaleza, / y mi memoria fiel te seguirá adorando, / ya no esposa del tiempo, / sino de la Eternidad”.
Así se despide la escritora Mary Shelley de su marido, el también poeta Percy Shelley, quien murió el 8 de julio de 1822 en un naufragio. Un final y un epitafio romántico para un alma romántica. Sin embargo, estos versos, pertenecientes a una obra póstuma de la escritora inglesa llamada El elegido, no han sido publicados en español hasta hace escasos cinco años y casi dos siglos después.
Pese a su potencia, los veinte poemas que conforman la obra habían pasado desapercibidos hasta ahora por la historia de la literatura. Pero no ha ocurrido lo mismo con su Frankenstein. Cuando se piensa en Mary Shelley, uno no puede sino pensar en su obra magna. Y es que, más de 200 años después de su publicación, sigue más vigente que nunca.
La nueva película de Guillermo del Toro, que busca homenajear al relato original más allá de la reinterpretación de Universal, así lo demuestra. Y no es la única: hace poco tuvimos Poor Things, una reinterpretación del mito, y en breves saldrá a la luz The Bride!, una nueva película donde el monstruo tiene un protagonismo esencial. Pero ¿cómo comenzó la historia de Frankenstein y qué tiene para que siga tan vigente en la actualidad?
Fotograma de 'Frankenstein' de Guillermo del Toro.
¡Está vivo!
El despertar de la criatura
Al contrario de lo que ocurrió con la despedida final de Percy Shelley, su marido sí pudo leer el relato que acabaría inmortalizando el nombre de su esposa. Ambos se encontraban de vacaciones junto a Lord Byron cuando la escritora dio a luz la idea que cambiaría para siempre su destino literario.
Todo comenzó con una competición entre los anteriormente nombrados durante el verano de 1816. Los Shelley estaban visitando a Byron en Villa Diodati, la residencia de Suiza del lord inglés. Byron, siempre picajoso, retó a sus invitados, así como a su médico personal, John Polidori, a participar en un concurso de relatos de terror. Este juego acabaría dando dos jugosos frutos: las novelas El vampiro y Frankenstein o el moderno Prometeo.
En la época de Mary Shelley, los experimentos basados en el galvanismo eran tan habituales como dantescos
Mientras Polidori tomó prestado para la primera una idea de Byron, Mary Shelley se basó en las conversaciones entre su marido y el propio Polidori en las que discutían sobre las posibilidades del galvanismo. Esta teoría, que toma su nombre de su formulador, el también médico Luigi Galvani, sostenía que el cerebro de los animales —y, por tanto, también de los humanos— genera una corriente eléctrica que se transmite a través de los nervios, se almacena en los músculos y se libera para provocar el movimiento de las extremidades.
En la época de Mary Shelley, los experimentos basados en el galvanismo eran tan habituales como dantescos. Tratar de reanimar un cadáver se había convertido casi en un show y, por unos peniques, uno podía contemplar el lamentable espectáculo de un cuerpo inerte convulsionando ante las descargas eléctricas con las que se pretendía conseguir una pobre imitación del movimiento.
Mary Shelley.
Más allá del morbo, estos experimentos alentaban la secreta esperanza de que, mediante la electricidad, pudieran sanarse enfermedades que provocaban parálisis e incluso reanimar un cuerpo muerto. Se alimentaba así la vieja ambición de ganarle la partida a la vejez y a la muerte.
No es de extrañar que Mary Shelley se obsesionara con la posibilidad de la reanimación de un organismo muerto y se pusiera a trabajar sobre esta idea en cuanto tuvo excusa. Para una artista romántica europea como ella, la confianza ciega en la razón de los Ilustrados del siglo anterior y, posteriormente, en el positivismo de August Comte, ese “ver para prever, prever para proveer” del padre de la sociología, resultaba algo aterrador.
Este terror acabó cristalizando en la novela gótica y en esos relatos de terror llamados penny dreadful que se repartían en el Londres victoriano casi como si fueran panfletos. Pero antes de que surgieran aquellos “terrores a un penique”, en la misma tierra que vio nacer la Revolución Industrial, Mary Shelley publicaría en 1818 la que puede considerarse la primera obra de ciencia ficción de la historia: una historia que parte de una base científica, más o menos verosímil, para explorar sus posibles implicaciones desde la narrativa.
Frankenstein se convirtió pronto en un símbolo del peligro de un progreso sin límites ni conciencia moral. La Suiza donde Mary Shelley pasó aquellas vacaciones le sirvió de escenario para su historia: un lugar frío y majestuoso que reflejaba la soledad de su criatura. Las conversaciones entre su marido, el poeta Percy Shelley, y un médico amigo le dieron la idea científica. Y el ambiente de la época, dominado por una fe casi ciega en la ciencia y la tecnología, hizo el resto.
Elle Fanning da vida a la autora de 'Frankenstein' en 'Mary Shelley'.
La historia de Viktor Frankenstein debía materializarse. Un estudiante suizo de medicina, enamorado de las antiguas teorías de Paracelso sobre la alquimia, y obsesionado con desentrañar los secretos de la vida, decide crear un ser a partir de restos humanos. Lo reanima a lo Galvani, convencido de haber alcanzado el mayor logro de la ciencia.
Pero no prevé las consecuencias morales ni emocionales de su experimento. La criatura, rechazada primero por su creador y después por el mundo, se convierte en el espejo oscuro de la ambición científica. Una advertencia sobre los límites del conocimiento. Y sobre la responsabilidad que implica atreverse a cruzarlos.
Lo que hizo de 'Frankenstein' una novela que provocaba una sensación de terror sublime fue su soberbia profundización y estudio del alma humana
Pero lo que de verdad hizo de Frankenstein una novela que provocaba una sensación de terror sublime fue su soberbia profundización y estudio del alma humana. De esta manera lo confesaba su autora en el prólogo de la edición de 1831: “Me esforzaba por pensar en una historia que hablara a los temores misteriosos de nuestra naturaleza y despertara un horror estremecedor; una que hiciera temer mirar alrededor, helara la sangre y acelerara el pulso.” Lo consiguió.
El moderno Prometeo nos desvela el anhelo escondido, culpable, del ser humano. El hombre derrocando a Dios gracias al progreso tecnocientífico; el ser humano de aspiraciones divinas, sobrenaturales. Sin embargo, al igual que con el antiguo Prometeo, la osadía de robar y de poseer ese secreto —el fuego de la vida— no puede quedar sin castigo. En el caso del doctor Frankenstein, será su propia creación la encargada de martirizarle, el buitre que no le abandona y le come las entrañas.
Mary Shelley nos brindó un nuevo arquetipo narrativo: el del científico loco o maldito que, al intentar traspasar los límites naturales o divinos, ve impotente cómo se le vuelve en contra el resultado su propia investigación y/o creación. Desde que la escritora lo concibiera, los vástagos se han ido sucediendo durante los últimos doscientos años.
El paso por la gran pantalla
De criatura reflexiva a monstruo de Universal
En 1823, apenas cinco años tras su publicación, Frankenstein llegó a los escenarios londinenses de la mano de Richard Brinsley Peake y su Presunción o El destino de Frankenstein, obra de teatro que introduce el icónico grito “¡Está vivo!”. En el 46, Peake repetiría para las tablas con El monstruo hecho por el hombre y, en 1879, Guy Boothby haría la versión victoriana con un guiño al título original con El moderno Frankenstein. Ya cerrando la centuria, en 1896, H.G. Wells escribiría La Isla del Doctor Moreau, una relectura darwinista del mito del creador que manipula la vida.
Con el siglo XX y los desastres de las guerras mundiales, el mito literario viró a icono del cine. En 1910, Thomas Edison financió el primer film basado en la novela de Mary Shelley, quizá por verse reflejado en las ambiciones divinas del protagonista. En el 31, James Whale fija, junto al mítico Boris Karloff, la imagen pop del monstruo: la cabeza cuadrada con tornillos atravesándole el cuello. Cuatro años después, Whale continúa para bingo con La novia de Frankenstein, facilitando la confusión popular creador-monstruo, humanizando a la criatura y explorando la idea inconclusa de una compañera que se desecha en el relato primigenio.
Entre 1939 y 1944, la productora Universal explota todo lo posible el tópico con películas como El hijo de Frankenstein, pero será la Hammer en 1957 quien inaugure su edad de oro del terror gótico con La maldición de Frankenstein. Ya en los 70, Mel Brooks parodiaría todo el asunto al tiempo que homenajearía los clásicos en blanco y negro con El jovencito Frankenstein. Y tan solo un año después, Jim Sharman haría las delicias del público freak con la versión musical y transgresora del mito del creador y su criatura en The Rocky Horror Picture Show.
Como una bisagra entre el viejo y el nuevo milenio, Tim Burton realizó en 1984 un cortometraje titulado Frankenweenie, que años más tarde adaptaría a su inconfundible estilo de animación en el largometraje homónimo de 2012. En esta versión, el director reinterpreta el clásico desde una mirada infantil, transformando la historia en una tierna y lúgubre reflexión sobre el vínculo entre un niño y su mascota muerta, a la que devuelve a la vida.
Tim Curry en un fotograma de la película ‘The Rocky Horror Picture Show’, 1975.
También en el 84, Ridley Scott hizo que el replicante Roy Batty acabara con la vida de su creador en la película canon del cyberpunk: Blade Runner. Una década más tarde, Kenneth Branagh le puso al monstruo la cara de Robert De Niro en la que, para muchos, es la adaptación más fiel a Mary Shelley hasta la fecha.
Ya en nuestro siglo de las pocas luces y las muchas sombras, volvemos a la literatura de la mano de otro Kenneth con apellido automovilístico, Oppel, que nos brindó en 2011 con su This Dark Endeavor, una novela de corte juvenil sobre el joven Viktor Frankenstein.
'Ex Machina' es la mejor reinterpretación hasta la fecha del relato
De corte más maduro y social, cabe reseñar el libro de 2013 Frankenstein en Baghdad, de Ahmed Saadawi, en el que la criatura renace en un contexto de guerra y violencia moderna. También en la segunda década de los 2000, de la mano de Danny Boyle, volvemos al teatro con un magnífico, intensísimo, Bennedict Cumberbatch en el papel del monstruo en una versión que ahonda en la vertiente más filosófica y existencial.
Siguiendo la estela cinematográfica, en 2014 y 2015 se suceden la mejor y la peor reinterpretación hasta la fecha del relato. En primer lugar, el siempre bizarro pero elegante Alex Garland nos sedujo con su Ex machina. La creación toma esta vez la forma femenina de una ginoide con el rostro de Alicia Vikander en el mejor papel de su carrera. Al tiempo, un Oscar Isaac irreconocible encarna a un modernísimo Prometeo en el rol de un creador que, acorde con los tiempos, cambia la bata de médico por la tecnología puntera de un programador e ingeniero electrónico en busca de la IA definitiva.
En segundo lugar, el Viktor Frankenstein de Paul McGuigan cuenta la historia sin mucho éxito desde el punto de vista de Igor, el ayudante del doctor, un fracaso que no consiguió borrar del imaginario popular la caricatura del personaje que instauró Mel Brooks décadas antes.
La era de la IA
Reviviendo el mito
Como se puede comprobar, el cuento tenebroso imaginado por Mary Shelley aquel verano romántico en compañía de la amistad y el amor sigue contando hoy de un estado de salud excelente. Lo demuestra el estreno hoy mismo de Frankenstein de la mano de uno de los mejores directores de nuestro tiempo, Guillermo del Toro, quien ha contado para ello con un reparto estelar encabezado de nuevo por Oscar Isaac.
¿Y por qué? ¿Por qué motivo hemos vuelto una vez más a este clásico? Quizá porque, en una era marcada por la egolatría de los Musks, Zuckerbergs, Gates y, sobre todo, por un Altman cuya filantropía no engaña a nadie, conviene insertar en el corazón y la conciencia cierta suspicacia a un avance tecnológico desligado de toda ética.
Quizá porque necesitamos volver al origen para entender que la criatura de Frankenstein, hoy susceptible de ser algoritmo, androide o instrumento bélico, sigue siendo fruto de un alma humana que aspira sin freno a cambiar de carcasa: de homo sapiens a homo deus, que diría Yuval Hoah Harari.
Quizá porque el propio Viktor Frankenstein, en la historia original, ya nos advertía: “Aprended de mí, si no por mis preceptos, al menos por mi ejemplo, cuán peligroso es el deseo de adquirir conocimiento”.





