Era un secreto a voces. Una crónica de una muerte anunciada. Sin embargo, resuena con una punzada de melancolía para quienes vivieron su ascenso. Skype, el nombre que una vez fue sinónimo de videollamada, dejó de funcionar el pasado 5 mayo. Aquel día Microsoft desconectó oficialmente la que algún día fuera la impulsora de las videollamadas en todo el mundo. Tras dos décadas en funcionamiento, se puso su punto final.
Hubo una época en que Skype era sinónimo de estar conectado. No solo de forma técnica, sino emocional. Si decías “te llamo por Skype”, querías decir que ibas a mirar a los ojos a alguien que estaba al otro lado del mundo, con la misma cámara que usabas para las clases o para grabarte cantando a escondidas. Y ahora, de repente, ya no está.
Microsoft lo hizo de forma directa y sin miramiento: migrar a los usuarios a Teams, cerrar servidores y seguir adelante. Sin ceremonia alguna. Solo un breve comunicado de prensa que no importó demasiado a nadie. Porque cuando muere una red social, normalmente lo hace después de años de desuso. Y, por desgracia, ya a casi nadie le importa.
Adiós a Skype
20 años prometiendo un internet mejor
El ocaso de Skype no es un caso aislado. Es un estudio de caso fascinante sobre la velocidad implacable de la innovación y cómo los titanes del pasado, por muy revolucionarios que fueran en su momento, pueden ser devorados sin piedad por la espiral tecnológica a la que estamos sometidos.
Fundado en 2003 por Niklas Zennström y Janus Friis, Skype irrumpió con la promesa de la utopía de llamadas de voz gratuitas por internet (VoIP). En un mundo donde las llamadas internacionales eran un lujo, aquello parecía magia. Poco después, la incorporación de las videollamadas lo catapultó al estrellato. Fue un punto de inflexión: eliminó fronteras geográficas, acercó familias deslocalizadas y transformó radicalmente la forma en que las pequeñas y medianas empresas se comunicaban. Gracias a Skype, se rompieron monopolios y se abarataron costes de forma drástica. Durante casi una década, “Skypear” se convirtió en un verbo, una marca similar a lo que ha sido “googlear”.

Recurso de Skype.
Pero el éxito puede ir en tu contra si no va acompañado de una visión de futuro y una ejecución impecable. La trayectoria descendente de Skype, especialmente tras su adquisición por Microsoft en 2011 por la asombrosa cifra de 8.500 millones de dólares, es un manual sobre lo que no se debe hacer en la era digital. Aunque Microsoft invirtió recursos y trató de integrarlo en su ecosistema, Skype nunca recuperó la agilidad ni la capacidad de innovación que lo caracterizó en sus inicios. Se volvió pesado, torpe en su interfaz e inconsistente en su rendimiento. Problemas de conexión, llamadas caídas y una calidad de audio y vídeo anticuadas se convirtieron en la norma, generando una frustración creciente entre los usuarios.
Como señala el analista Ben Thompson en Stratechery, “la gran ventaja de Skype era su unicidad. Su gran debilidad, su incapacidad para iterar rápidamente en torno a la experiencia de usuario cuando la competencia comenzó a surgir”. Y esa competencia no tardó en aparecer... devorando todo a su paso.
Skype fue muchas cosas. Fue el escenario de entrevistas de trabajo, de rupturas amorosas, de reuniones imposibles...
Gestionando en 2013 el 40% de todo el tráfico internacional de llamadas, Skype se perdía debatiendo su futuro entre actualizaciones lentas y una identidad corporativa difusa con el control de Microsoft. Este momento propició que otras plataformas aparecieran con una propuesta de valor clara y una agilidad impresionante. Zoom, nacida en 2011 pero catapultada a la fama con la pandemia de 2020, se convirtió en el estándar de oro para el teletrabajo y la educación a distancia. El porqué es sencillo: era más sencilla, potente y escalable. Nadie necesitaba una cuenta complicada, y las salas de reunión virtuales simplemente funcionaban.
Paralelamente, Google Meet, integrado de forma nativa en el omnipresente ecosistema de Google (Gmail, Drive), ofrecía una alternativa sencilla y eficaz. Y la verdadera estocada no vino solo de los gigantes; las plataformas de mensajería que ya formaban parte intrínseca de nuestra vida diaria, como WhatsApp, Telegram o FaceTime de Apple, incorporaron videollamadas de alta calidad directamente en dispositivos móviles que ya llevábamos en el bolsillo. No había que descargar una aplicación extra, no había que crear cuentas nuevas; la comunicación visual se volvió tan instantánea y fluida como un mensaje de texto.

Recuros de Skype.
Una transformación sin precedentes
La IA lo cambió todo
Ahora, las plataformas de comunicación modernas no solo te conectan; te ofrecen un abanico de funcionalidades que rozan la ciencia ficción de hace una década. Hablamos de transcripciones de llamadas en tiempo real con identificación de interlocutores, resúmenes automáticos de reuniones que te ahorran horas de trabajo, traducciones simultáneas de idiomas que eliminan las barreras lingüísticas e incluso asistentes de IA que te sugieren respuestas o preparan documentos. Según un reciente informe del Reuters Institute for the Study of Journalism, “la integración de capacidades de IA en las herramientas de comunicación ha pasado de ser un 'nice-to-have' a un requisito fundamental para la productividad empresarial y la experiencia del usuario”.
La IA está transformando la comunicación de un simple intercambio de voz e imagen a una experiencia inteligente, contextual y fluida. Skype, con su tecnología subyacente y su arquitectura legada, simplemente no ha podido igualar este ritmo sin una reinvención total, dolorosa y posiblemente inasumible.
Tal vez la pregunta más importante no sea por qué murió Skype, sino por qué sentimos que no tenemos tiempo para llorarlo
El resultado es un paisaje de comunicación digital donde la oferta es abrumadora y la especialización con valor añadido es la única vía de supervivencia. Desde las soluciones empresariales de Microsoft Teams (la ironía de que sea Microsoft quien acabe “matando” a Skype con su propio producto es curiosa) que integran IA para la productividad y la colaboración, hasta las videollamadas en redes sociales o aplicaciones de mensajería que son parte inseparable de nuestro día a día. La comunicación visual ya no es una novedad; es un servicio tan básico y omnipresente como la electricidad o el agua corriente. Y en ese vasto y competitivo océano de opciones, Skype ya no pintaba nada.
Skype fue muchas cosas. Fue la forma en que miles de migrantes hablaban con sus familias sin pagar tarifas prohibitivas. Fue el escenario de entrevistas de trabajo, de rupturas amorosas, de reuniones imposibles. Fue una especie de ritual para quienes crecieron en los 2000. Abrir el programa, escuchar el sonido de la llamada entrando y colocar bien la webcam era una especie de tradición. Había una ternura casi física en ese retraso de 1,5 segundos en las conversaciones, en la imagen pixelada que confirmaba que la otra persona seguía ahí.

Skype integrado en iPhone.
Chris Stokel-Walker, periodista especializado en tecnología, lo expresó con cierta melancolía: “Skype fue el primer intento masivo de que Internet sirviera para algo más que consumir. Fue la forma más humana de comunicarse digitalmente”. El medio Rest of World recopiló testimonios que van en la misma línea. Una periodista ucraniana recuerda cómo en 2014, durante la ocupación de Crimea, Skype fue su salvavidas para comunicarse con su familia cuando ninguna red telefónica funcionaba. Un estudiante en India cuenta que gracias a Skype conoció a la que hoy es su pareja, en una conversación casual que nunca hubiera ocurrido en un espacio corporativo como Teams.
Su cierre, por tanto, es un recordatorio palpable de que en el hipercompetitivo ecosistema digital, el pasado, por glorioso que haya sido, no garantiza en absoluto el futuro. La innovación no perdona la autocomplacencia ni la falta de visión a largo plazo. Es una lección para todas las grandes empresas, pero también para los emprendedores y los desarrolladores: lo que hoy es vanguardia, mañana puede ser historia, y la única constante es el cambio.
Hay una idea que flota desde hace tiempo en los bordes de las redes: que las herramientas digitales están dejando de ser espacios para estar con otros, y están empezando a ser lugares para producir. Producción de contenido, de trabajo, de uno mismo. En ese contexto, Skype representaba algo casi anacrónico: una herramienta que no tenía feed, ni likes, ni algoritmos, ni métricas. Y quizás por eso, terminó resultando incómodo.
Skype representaba algo casi anacrónico: una herramienta que no tenía feed, ni likes, ni algoritmos, ni métricas
Para muchos usuarios, la desaparición de Skype no es solo el fin de una aplicación, sino la pérdida de una cierta forma de estar en el mundo. En palabras de David Pierce en The Verge, “Skype ofrecía la visión más ambiciosa de lo que podía ser Internet: hablar con cualquiera, en cualquier lugar, con cualquier tecnología”. Y eso hoy suena ingenuo, pero también urgente. Porque en la era de las plataformas cerradas, donde cada conversación ocurre dentro de una burbuja controlada, esa promesa parece cada vez más lejana.
Lo más curioso es que Skype no murió por falta de usuarios. En 2023 aún tenía más de 36 millones de personas usándolo activamente. Pero ya no estaba de moda, ya no entraba en los rankings de aplicaciones más descargadas. Simplemente, ya no encajaba en el modelo de negocio de Microsoft. Es más rentable centrar todos los esfuerzos en Teams, que se integra con el resto del ecosistema Office, que puede venderse a empresas, que permite rastrear productividad. El relato romántico de la conexión fue sustituido por el pragmatismo de las métricas.
El periodista Will Oremus escribió en The Washington Post que cuando muere una red social, no solo se apaga un servicio: se pierden memorias, códigos culturales, formas de relación que quizás ya no volverán. Skype fue, para muchos, el primer lugar donde sintieron que podían hablar sin ser interrumpidos, donde la distancia no era un obstáculo, sino una excusa para mirar a los ojos de alguien por primera vez.
Tal vez la pregunta más importante no sea por qué murió Skype, sino por qué sentimos que no tenemos tiempo para llorarlo. En un mundo que se mueve tan rápido, ¿hay espacio para el duelo digital? ¿O simplemente seguimos adelante, cambiando de app, como quien cambia de pestaña?
Hoy, Skype ya no existe. Y sin embargo, seguimos diciendo su nombre de vez en cuando, como quien invoca a un viejo amigo. En esos momentos, tal vez entendamos que no solo era una herramienta. Era una forma de estar. Una forma de escuchar. Una forma de decir: estoy aquí, aunque estés lejos.