¿Y ahora qué, bajo el populismo? (III)

 RUEDO IBÉRICO

El nuevo año estará presidido desde su comienzo bajo la hegemonía populista. La toma de posesión de Donald Trump supondrá su consagración planetaria y la exigencia de cómo afrontar una estrategia que lo modere y reconduzca. Para ello hay que entender cómo neutralizar su capacidad de propagación y difusión, que, en su caso, tiene en las redes sociales una poderosa herramienta a través de la desinformación que circula por ellas. Tanto que no puede hablarse de populismo en el siglo XXI sin redes sociales. Sobre todo porque actúan como los soportes y canales socializadores que facilitan su aparición, consolidación y expansión. Sin ellas, el populismo no tendría su fisonomía actual, básicamente digital al relacionarse con las nuevas formas de poder nacidas de la técnica a fines del siglo pasado.

Detrás de cada revolución el poder se reconfigura. Olvidamos a menudo este dato. De ahí que haya que recordar que el poder que surgió tras la crisis de las hipotecas subprime de 2007 dejó de ser financiero para ser básicamente tecnológico. Lo propulsó el advenimiento de la revolución digital que entonces se produjo también. Un fenómeno que causó un cambio de paradigma que arrancó con el despliegue de las infraestructuras tecnológicas que llevaron a la paulatina implantación de la sociedad de la información. Todo ello desembocó en que el capitalismo postindustrial fuera reemplazado por el capitalismo cognitivo. De este modo, una relación de propiedad basada en la empresa a través del capital y el trabajo fue sustituida por otra relación de propiedad desarrollada en plataformas mediante datos y algoritmos.

Hay que regular las redes poniendo el foco en los algoritmos, que hacen del odio y la mentira un negocio

Hablamos de un salto en el vacío del que somos víctimas porque dio lugar a un poder expansivo e ilimitado que carece de controles. Entre otras razones, porque no se han entendido cuáles son sus claves epistemológicas más profundas. Motivo que explica, en parte, las disfuncionalidades políticas que se derivan de ello. Una de las más importantes es el populismo. No analizaré ahora la conexión entre poder, propiedad, conocimiento e identidad que trajeron consigo la superposición de plataformas, los datos y los algoritmos. Aunque sí apuntaré que tiene mucho que ver con la que se dio en el siglo XVIII durante la aparición del capitalismo comercial y preindustrial. Cabe decir, tan solo, que es fundamental esta relación de propiedad digital que acabo de mencionar. Al menos si queremos entender el soporte del poder que hay que moderar si quiere controlarse el populismo en el siglo XXI.

Lo veremos en otra ocasión. Ahora nos centraremos en las redes sociales, que son el instrumento narrativo de movilización social y construcción simbólica del poder que agita el populismo para avanzar en el propósito hegemónico de control sobre nuestras sociedades digitalizadas. En ellas, y, desde ellas, se difunde buena parte del relato de malestar e incitación al odio que alimenta el populismo. Esto ha de llevar al control y regulación de las redes sociales. ¿Cómo? Aquí está una de las cuestiones más trascendentales que pesan sobre qué hacer bajo el populismo para moderarlo sin incurrir en el fatal error de retroalimentarlo. Esto último se producirá si despreciamos a quienes consumen desinformación y monitorizamos sus opiniones al considerarlas inaceptables por favorecer el odio, difundir fake news o intercambiar bulos conspirativos de cualquier naturaleza. La regulación de las redes no puede hacerse limitando la libertad de expresión, opinión o pensamiento. Tampoco prohibiendo contenidos porque impulsen el populismo o desestabilicen las instituciones. La gente no puede ser maniatada como si fuese menor de edad. La democracia es incompatible con verdades oficializadas que censuren directa o indirectamente lo que piense la gente, aunque no nos guste al basarse en premisas falsas, mentiras o bulos. Las constituciones democráticas han regulado muy bien cómo proteger el derecho a que exista una opinión pública informada sin anatemizar ni proscribir la desinformación. Ahora hay que adaptar este derecho a los nuevos cauces de comunicación digitales que sustituyen a los escritos o audiovisuales.

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Perico Pastor

Las redes no plantean un problema de desinformación a la democracia, sino de uso abusivo de la propiedad que explota aquellas a través de los algoritmos que las hacen posible. Un abuso que maximiza los modelos de negocio que explotan mediante las redes el tráfico de datos que generan los contenidos que circulan por ellas. Son los algoritmos que gestionan las redes los que manipulan la visibilidad de los contenidos. Una decisión de empresa que opera con un móvil económico y lleva a diseñar algoritmos que editorializan al promover contenidos que fomentan el populismo porque son más rentables. Y es que el negocio de las redes no está en la información, sino en captar la atención humana para aumentar el tráfico de datos. Para ello el algoritmo elige sesgos que visibilizan el empleo masivo de emociones. Eso hace que se primen unos contenidos sobre otros, y unos autores o formatos sobre otros. Son ellos, y no los contenidos per se, los que llevan a los usuarios de las redes al populismo y sus hábitos de malestar social. Y eso se produce porque el odio, la intolerancia, el ruido y todo lo que tiene que ver con la incitación a cuestionar la democracia es más rentable económicamente que lo contrario. Por ello, hay que regular las redes a través de los algoritmos y someter su propiedad a una función social que condicione los sesgos que emplean las plataformas. Y es que el malestar que alimenta el populismo no nace de las opiniones, sino de la propiedad algorítmica que hace del odio y la mentira un negocio y una fuente de deterioro de la democracia. El matiz es sutil pero no menor. El mismo que separa la democracia liberal de la populista.

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