Al disolver la Asamblea Nacional hace un año, Emmanuel Macron dijo que lo había hecho, entre otras razones, por la fiebre que había contagiado el debate público y parlamentario en Francia. En España, el clima político empieza a ser irrespirable, con el PP excitado al grito aznarista de “¡el que pueda hacer que haga!”, para que el Gobierno colapse antes de que concluya la legislatura. El riesgo de los populares al subir la intensidad del debate es que favorezca a Vox, que sigue al alza en las encuestas. La sensación es que se les va a hacer muy larga la legislatura a los dos partidos que, en principio, deberían ocupar la centralidad política.

Núñez Feijóo, Díaz Ayuso, Martínez-Almeida y Tellado en el acto de ecuador de legislatura del PP el domingo pasado
Stefan Zweig advirtió sin éxito en El mundo de ayer. Memorias de un europeo que la tragedia sobreviene cuando es imposible intercambiar una palabra razonable con nadie, cuando los más pacíficos acaban intoxicados por los vapores de la sangre y cuando amigos que siempre había conocido como decididos individualistas se habían transformado de la noche a la mañana en fanáticos patriotas. “Todas las conversaciones terminaban en groseras acusaciones, así que solo quedaba una cosa por hacer: encerrarse en uno mismo y guardar silencio mientras durara la fiebre”, concluía Zweig.
El riesgo del PP al subir la fiebre del debate público es que fortalezca a Vox
La atmósfera que respira el mundo real y las irreales redes sociales no invita a pensar que avancemos hacia nada bueno. Al PP le sobran prisas y al PSOE le faltan reflejos. La moderación ha saltado por los aires y ninguna honorabilidad se encuentra a buen recaudo. Los medios de comunicación cada vez toman partido más claramente y acaban por alimentar divisiones.
Nadie es capaz de ponerle sordina a los insultos, ni prudencia a las acusaciones. La presunción de inocencia parece cosa de cobardes, como si la verdad hubiera sucumbido por falta de primeros auxilios. El problema de esta situación es que la lógica del enfrentamiento conduce a la espiral del descrédito, no solo de las personas, sino también de las instituciones. Pero nadie tiene ganas de echar el freno y los daños a la democracia pueden ser irreversibles. E irreparables.