”Voy a misa todos los días. O al menos, siempre que puedo”. No lo dice un seminarista ni un predicador, sino Jaime Lorente, uno de los actores más conocidos de su generación. El mismo que durante años encarnó la rabia, el caos y la voz ronca de Denver en La casa de papel. El mismo que ahora —a los 33 años y con dos hijos pequeños— reconoce haber encontrado en la espiritualidad algo que nunca había buscado, pero que ya no quiere soltar.
“Encontrarme con Dios ha sido de las cosas más bonitas que me han sucedido”, confiesa en una conversación íntima con Uri Sabat, en el pódcast que el presentador graba desde casa, ‘La fórmula del éxito’, sin guion ni poses.
Y es que en Lorente no hay impostura: habla desde la contradicción, con la misma claridad con la que admite que hay muchas cosas de la Iglesia que no comparte. “Pero si Dios aparece en tu vida, entra con un poder que es inevitable esquivarlo”, resume.
Lo que más llama la atención de sus palabras no es la fe en sí, sino la manera en la que la vive: sin tapujos, sin adornos y sin necesidad de justificarse. Lorente no intenta convencer a nadie, pero tampoco se esconde. “Es una cosa que me protejo mucho”, dice, como quien cuida una herida o un tesoro.
La espiritualidad se ha vuelto parte de su rutina, al mismo nivel que llevar a sus hijos al campamento o hacer ejercicio: “Me levanto, doy de desayunar a mis hijos, los dejo en el campamento, voy a misa, vuelvo, hago mi ejercicio y mis cosas”.
Ni grandilocuente ni dramático. Solo cotidiano. Porque la espiritualidad, para Lorente, no tiene que ver con pertenecer a una institución, sino con un gesto diario, una decisión voluntaria, un diálogo silencioso.
Del atraco televisivo al reencuentro interior
La fe como refugio en mitad del ruido
Es posible que muchos no reconozcan en este Jaime Lorente al que saltó a la fama gritando y golpeando en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Pero su evolución no ha sido hacia la calma, sino hacia la coherencia. “Creo que es imposible convertir a una persona en una religión”, explica. Lo suyo no es obediencia, es elección. Una forma de ordenar el mundo.
Lo que queda claro es que, entre el juicio ajeno y el reencuentro consigo mismo, Jaime ha elegido lo segundo. Y en ese camino —tan poco común en la industria del entretenimiento— ha encontrado una fe que no le impide dudar, pero sí le sostiene.