Barcelona apenas tiene monumentos que recuerden las masacres de la Aviazione Legionaria y de la Legion Kondor, las alas del general Franco durante la Guerra Civil. Únicamente algunos símbolos, como una escultura en la Gran Via, en un emplazamiento desangelado. O placas como la de la plaza Sant Felip Neri, donde el 30 de enero de 1938 fueron asesinadas 42 personas, la mayoría niños. Solo eso. Y los refugios antiaéreos…
Poca cosa si se tiene en cuenta que los trimotores italianos Savoia S-79 y S-81 y los hidroaviones nazis Heinkel He-59 causaron un mínimo de 2.750 muertes y 7.000 heridos. Hubo al menos 200 bombardeos. El lector interesado puede subsanar este ninguneo histórico visitando la batería antiaérea del Turó de la Rovira, donde descubrirá la importancia de un arma secreta contra la aviación fascista: ¡las zanahorias!
En la batería del Turó de la Peira se puede admirar un antecesor del radar, una especie de embudo gigante que servía para detectar el ruido de los aviones enemigos antes de que se les pudiera ver por el horizonte. El radar fue inventado en 1935 por un físico escocés y, aunque tardaría meses en ser desarrollado, resultó una herramienta crucial para la defensa y la navegación aérea, como se demostró durante la batalla de Inglaterra.
¿Qué papel jugaron las zanahorias en la defensa antiaérea y en el éxito de pilotos de la RAF como John Cunningham, Ojos de Gato, que logró derribar una veintena de aparatos enemigos de la Luftwaffe? Las zanahorias (que son una raíz en realidad, y no un tubérculo) contienen retinol o vitamina A, que ayuda a que los ojos humanos puedan ver con poca luz. Comerlas, por lo tanto, puede ser de ayuda, pero no permite obrar milagros.
La deficiencia de vitamina A tiene una gran incidencia en la o la nictalopía o ceguera nocturna (aquí descubrimos que uno de los insultos preferidos del capitán Haddock era precisamente nictálope, que es todo lo contrario, es decir, la capacidad de ver mejor de noche que de día). Pero si aviadores como Ojos de gato tenían tanto éxito de noche se debía a su propia destreza y a la ayuda del radar, y no a la ingesta frecuente de zanahorias.
El Ministerio del Aire británico popularizó tal idea para tratar de despistar a los alemanes, como ya explicó Antonio Ortí en un reportaje para Historia y vida publicado en nuestra web. No parece que los jerarcas del Tercer Reich se tragaran la historia, aunque infinidad de ciudadanos corrientes siguen atribuyendo todavía hoy a las zanahorias propiedades portentosas para mejorar la vista… y el bronceado (pero esa es otra historia).
Como permiten recordar las líneas anteriores, el esfuerzo bélico contra Hitler en Gran Bretaña no se circunscribió al frente. Los británicos también convirtieron sus cocinas en escenarios de guerra. La propaganda bélica, por ejemplo, no se limitó a subrayar que “el doctor Zanahoria es el mejor amigo de los niños”. También hizo innumerables llamamientos para evitar el derroche de comida y defender la necesidad del racionamiento.
“Mejor una cazuela con Churchill hoy que un pastel con Hitler mañana”, proclamaban los carteles para elevar el ánimo de la población. Otros recordaban que hasta los desperdicios podían servir para alimentar a los cerdos, por lo que insistían en la necesidad de mantener la basura orgánica “seca, libre de vidrios o restos de metal, papel y huesos”. He aquí dos ejemplos de lo que decimos, extraídos del fondo del Imperial War Museum.

Carteles británicos de la Segunda Guerra Mundial
No todos los alimentos estaban racionados. La fruta y la verdura casi nunca se limitaban, lo que no significa que abundaran. Cebollas y tomates escaseaban a menudo, por lo que el Gobierno animaba a la ciudadanía a cultivar sus propios huertos en jardines. Muchos parques públicos también se reutilizaron con este fin. Otras ilustraciones de la época muestran la transformación de palas y rastrillos en cubiertos de mesa.
El racionamiento no afectó solo a la comida. También a los productos básicos: la gasolina, en 1939; la ropa, en 1941; y el jabón, en 1942. El azúcar, como explicamos en este artículo, se convirtió en otro codiciado objeto de deseo, además de las conservas, los frutos secos y las galletas. Todo se racionaba con un sistema de puntos, cuya adjudicación variaba en función del perfil y de las necesidades de cada consumidor potencial.

Reparto de meriendas en Barcelona durante la Guerra Civil
La leche y los huevos se asignaban prioritariamente a los niños y mujeres embarazadas. El racionamiento se introdujo en 1940 y se prolongó hasta mucho después del fin de la tormenta de acero. El objetivo era tratar de garantizar una distribución equitativa en un momento de una tremenda escasez nacional, comparable a la de España durante y después de la Guerra Civil: los tiempos del hambre y de las tortillas sin patatas.
El Ministerio de Alimentación era el organismo responsable de supervisar el reparto de comida en la Gran Bretaña amenazada por Hitler. Todos los ciudadanos –hombres, mujeres y niños– recibían una cartilla de racionamiento con cupones, necesarios para acceder a alimentos racionados. También los británicos tuvieron su propio estraperlo, con tenderos que ocultaban en la trastienda productos que revendían a precios desorbitados.
Aunque tendemos a relacionar el racionamiento con la duración de la guerra, no fue hasta principios de los años cincuenta cuando la mayoría de productos básicos quedaron liberados de los cupones, como retrata una novela epistolar absolutamente maravillosa, 84, Charing Cross Road (Anagrama), de la estadounidense Helene Hanff, que retrata las restricciones y colas ante los colmados del Londres de la posguerra.
La escasez era tan habitual entonces que los cines emitieron más de 200 cortometrajes para que los británicos hicieran juegos malabares con sus magras despensas (el revelador título de uno de esos audiovisuales era Cómo quitar la espina a un arenque para aprovecharlo todo). Otro protagonista habitual de aquellos mininoticiarios fue un alimento “providencial para nuestros aviadores de la RAF”. Sí, las milagrosas zanahorias.