Corre estos días por medios y redes un vídeo que compara los intentos de transportar una estructura a través de una especie de laberinto entre un grupo de personas y uno de hormigas. Las imágenes corresponden a un trabajo de investigación sobre cómo funciona la inteligencia colectiva.
El estudio científico concluye que, en determinados casos y grupos, puede llegar a ser más eficiente el resultado conjunto de los pequeños insectos que el del equipo de sapiens.
Aunque milito orgullosamente en el humanismo, nunca vienen mal estas curas de humildad de especie, pero aún más me interesa la lectura sobre el inigualable potencial de la colaboración del colectivo de individuos modestos en tiempos de individualismo megalómano.
Porque es de justicia reconocer el talento y el esfuerzo, pero tampoco conviene dejarse arrastrar por la prestidigitación de falacias sobre logros extraordinarios conseguidos ex nihilo por genios aislados.
Para equilibrar, pensemos en la evolución, en como pequeñísimas mutaciones genéticas fortuitas han sido capaces de diseñar organismos tan complejos, integrados y bellos que para muchos no pueden si no ser el resultado de una creación divina.
Me gusta el ejemplo de las hormigas porque demasiadas veces presuponemos que la innovación puede solamente ser el producto de un proceso cerrado y restringido a elegidos.
La realidad demuestra que no es así. Siendo motores, ni la voluntariedad, ni la ambición, ni aun el empecinamiento son suficientes para obtener resultados. La formación y la información ayudan mucho, y las dos son regalos de la comunidad. No es menos necesario el criterio, pariente próximo de la sabiduría, que asimismo remite a una cultura construida entre muchos y desde siempre. Evidentemente, el conocimiento es herencia y lo que no es tradición es plagio porque si quieres ir lejos ve acompañado y si quieres ir solo aligera o pasarás hambre.
'Pa amb tomàquet'
No sabemos quién inventó el pan con tomate. Me apuesto lo que sea a que la autora no usó dinámicas de ideación ni recurrió a pruebas de combinación sistematizadas. Me inclino más por la serendipia. Es evidente que no tuvo ningún momento eureka y seguro que ni se le ocurrió apuntarlo. Lo preparó añadiendo algún ingrediente o cambiando algún proceso a lo que había preparado para el anterior desayuno. Le gustó, le pareció buena idea, lo repitió, lo ofreció a alguien que vio directamente como lo preparaba o al saborearlo le preguntó si efectivamente aquel bocado tan rico era simplemente lo que parecía, el resultado de frotar una rebanada de pan con un tomate maduro partido por la mitad para después aliñarlo con aceite y sal.
Pero lo que aún es más seguro es que nadie habría inventado nunca el pa amb tomàquet si antes hubiera tenido que inventar también él el pan, el aceite virgen extra y hasta la mejora agronómica del tomàquet de penjar.
Y aunque el resultado de este proceso orgánico, colectivo, comunitario sea una creación tan sublime, tan perfecta, que se nos antoje merecedora de un punto y aparte, aunque nos parezca que el gazpacho, la paella, el fricandó, el cocido o el pilpil hayan llegado al fin de la historia de su evolución gastronómica. Aunque veamos en estos platos la perfección, el ¡No la toques ya más, que así es la rosa! Seguramente se traten solo de un punto y seguido.
Y es que las dinámicas tradicionales consiguen ser tan creativas porque nada surge de la nada y si podemos ver más allá es porque viajamos a hombros de gigantes.
La cocina tradicional es el ejemplo perfecto de que mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.
