La dama y el vagabundo, la pasta y la paella

Opinión

Si Golfo y Reina, los protagonistas de La Dama y El Vagabundo (1955), hubiesen comido paella, las cosas podrían haber sido de otra manera. Pero no, comieron pasta.

Limitar las cosas a una escena de cine sería reduccionista, pero en esas imágenes, y en tantas otras, está el germen de algo que sigue vigente 70 años más tarde, algo que hace que la cocina italiana, como la francesa, tenga un estatus internacional que la española, a pesar de los esfuerzos y de los logros evidentes de las tres últimas décadas, no ha conseguido alcanzar.

La gastronomía española, es decir su cocina, pero también sus productos y parte del imaginario alrededor de los mismos —tapeo, sobremesa, barras de bar, las croquetas de mamá— ha avanzado enormemente en ese sentido en las últimas tres décadas, empujada por el éxito de restaurantes como El Bulli, El Celler de Can Roca, Disfrutar, por el prestigio de Mugaritz o por la eclosión de San Sebastián como uno de los principales destinos europeos para el turismo gastronómico. Pero aun así no ha conseguido franquear esa barrera tras la que, en el imaginario global, están solamente Francia e Italia.

Seguramente hay varios motivos para que esto ocurra, pero hay uno que me parece particularmente interesante, ya que tiene que ver con la imagen que se transmite, es decir, con cómo nos ven en términos gastronómicos.

Por un lado, es cierto que partimos con desventaja: la gastronomía francesa lleva décadas consolidada como el ejemplo perfecto de refinamiento. Aunque quizás eso, también, se vuelva en cierto sentido en su contra, porque desde hace más de medio siglo, en los países de habla inglesa ha ido tomando forma una cierta idea de lo Mediterráneo, que poco a poco, además, se ha ido cargando de connotaciones saludables y de cotidianeidad, vinculada sobre todo a Italia.

En ese proceso hay un elemento clave: mientras la cocina francesa es sofisticada y de restaurante en ese imaginario, la cocina italiana es cercana, casera y se relaciona con elementos como la convivialidad, la celebración y el sentido de hogar. Esto comenzó a tomar forma cuando la escritora Elizabeth David publicó, en 1950, A Book of Mediterranean Food y, sobre todo, con la aparición de su obra Italian Cooking (1953).

Esto ocurría en Reino Unido mientras que en Estados Unidos las comunidades de inmigrantes italianos llegadas a comienzos de siglo comenzaban a disfrutar de unas condiciones relativamente más acomodadas que les permitieron, por una parte, abrir restaurantes en Nueva York, Boston o Chicago y, al mismo tiempo, comenzar a introducirse en el mundo del cine en el que aún hoy apellidos como Deniro, Pacino, Coppola, Scorsese, Cimino, Buscemi, Pesci, Turturro, De Vito, Di Caprio, Tarantino, Tucci, Travolta, Tomei, Sinatra o Sorvino son constantes.

Golfo y Reina ('La dama y el vagabundo')

Golfo y Reina, en ‘La dama y el vagabundo’)

Propias

La cocina italiana —más bien la italo-americana— dejó de ser una desconocida para aparecer en las pantallas y, cada vez más, en los barrios. No era una cocina sofisticada, perteneciente a una esfera a la que la mayoría de los espectadores no accedería nunca, como ocurría con la imagen que solía atribuirse a la francesa, sino algo cotidiano, que podía encontrarse en la mayoría de los barrios y a lo que podía regresarse con frecuencia.

En una escena de El Padrino (Francis F. Coppola, 1972), uno de los protagonistas prepara una salsa en primer plano, mientras los otros, al fondo, tienen una reunión y el personaje de Al Pacino, en medio, habla por teléfono. “Ven aquí, chico”, le dice el personaje que cocina. “Aprende algo. Tal vez cocines para 20 sujetos algún día ¿Lo ves? Se inicia con un poco de aceite de oliva y se fríen unos ajos…”. En esa reunión de mafiosos la cocina es casa, es pertenencia, es un lugar seguro al que regresar para sentirse bien.

18 años después, en Uno de Los Nuestros (Martin Scorsese, 1990), los personajes encarcelados, la cúpula de un grupo mafioso, cocinan en su celda. El personaje de Paul Sorvino corta ajo con una cuchilla de afeitar, otro prepara las albóndigas —las mismas albóndigas de La Dama y el Vagabundo— alguien elabora la salsa y explica la receta. Y de pronto, aquella celda deja de ser una prisión para ser casa. Al igual que, cuando los protagonistas van a buscar una pala para enterrar un cadáver y la madre de uno de ellos los sienta a la mesa. Esa mesa es un lugar seguro, algo con lo que cualquiera puede identificarse.

Todo esto crea un contexto que predispone. Podríamos seguir enumerando escenas de películas en las que la pizza es algo que se comparte entre amigos —desde Regreso al Futuro II a Deadpool o Iron Man— o incluso sexy, como ocurre con Ryan Gosling comiendo pizza a cámara lenta en Crazy, Stupid Love o con el Tony Manero que mastica y camina al ritmo de Stayin’ Alive en Fiebre del Sábado Noche.

Desde España no se ha conseguido algo parecido. Es cierto que las condiciones son diferentes, que se partía de más atrás, que no hay una comunidad de inmigrantes de segunda o tercera generación tan importante y con tanta presencia en el mundo cinematográfico que ayude a consolidar esos iconos, pero es verdad también que el mensaje que se ha conseguido transmitir tampoco ha ido en esta línea.

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Jorge Guitián
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Tras la revolución culinaria del cambio de siglo, España consiguió, por una vez, transmitir una imagen de modernidad, de innovación y de creatividad en lo culinario, pero no consiguió calar en la esfera de lo doméstico. Era una cocina atractiva, apetecible, que despertaba la curiosidad, pero que pertenecía al ámbito de lo excepcional. Y aún ahí, por cada José Andrés, en Estados Unidos hay un Jean Georges, un Le Bernardin, un French Laundry o un Vespertine y en Londres una Ducasse, una Darroze, un Claude Bossi, un River Café, un Club Gascon o hasta un Colagreco.

Más allá de eso, aparte de ese gran fondo de saco que es el concepto de tapas una vez que se traspasa la frontera y de la paella —esa palabra extranjera que podemos traducir por “arroz con cosas que suenen vagamente mediterráneas, de una langosta a unas hojas de albahaca; de un poco de chorizo a unos tomates”— y de ese jamón que cada año se cuela en alguna de las fiestas de la noche de los Oscars para gran regocijo de las redacciones de informativos del día siguiente, poco se ha conseguido incrustar en el imaginario global.

La cocina, en el cine español, suele ser un pretexto para situaciones grotescas: del restaurante chino de ‘Torrente’ a la tortilla rusa de ‘Airbag’

Es una cuestión compleja, pero no deja de estar relacionada con la imagen que se transmite. Si Golfo y Reina comparten spaghetti al ritmo de una mandolina y Woody Allen y Mariel Hemingway tienen una cita en el John’s Pizzeria del Village neoyorquino, aquí nos ha costado ir más allá del gazpacho de Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios.

La cocina, en el cine español, suele ser un pretexto para situaciones grotescas —del restaurante chino de Torrente a la tortilla rusa de Airbag— Y eso si no nos liamos a jamonazos.

Todo esto crea un contexto que no ayuda. Y ese contexto tiene que ver, quizás, con cómo nos vemos nosotros mismos, con cómo es la relación con la comida que queremos trasladar al cine, a las artes plásticas o a los negocios que abrimos en otros países.

Quizás esa constante -no hay más que asomarse a la televisión para identificarla- de la cocina como excepción, como reto, como logro, no esté ayudando. Es la que hemos ido labrando a pico y pala en las últimas décadas: la cocina de restaurante como esfuerzo, como superación; la cocina creativa como única posibilidad, la cocina de casa como algo secundario. Hace poco alguien me preguntaba, cuando le hablaba del libro de una autora gastronómica que me parece excepcional, si era un libro de gastronomía o uno de esos de recetas. Porque en su cabeza son cosas distintas y tienen un valor muy diferente.

El gazpacho de 'Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios'

El gazpacho de ‘Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios’

Terceros

Esa duda, en 2025, explica muchas cosas, entre ellas la imagen que transmitimos. Porque es la imagen que tenemos en nuestra cabeza. Entre ellas, quizás, también, por qué esa barrera que nos separa de Francia o de Italia en la cabeza de tanta gente repartida por todo el mundo, sigue tan presente y tan sólida.

Tal vez solamente cuando seamos capaces de romperla nosotros mismos, de convencernos del valor de la cocina cotidiana, seamos capaces de transmitir otra cosa. Mientras, siempre nos quedarán como consuelo las tapas más o menos absurdas o una triste Basque Cheesecake servidas en algún bar de Calgary mientras en el restaurante contiguo ofrecen una magnífica pizza napolitana y dos puertas más allá, alguien disfruta de una estupenda carbonara.

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