Este fin de semana se celebra en Berga, la pequeña ciudad del Prepirineo donde vivo, la fiesta de Els Elois, dedicada al antiguo gremio de los arrieros y sus caballerías. Mi familia ha estado históricamente muy vinculada a esta tradición pluricentenaria y para el presente año me pidieron si podía escribir los textos incluidos en el programa de mano.
Como uno sólo sabe sobre cosas de comer, he dedicado mi artículo a las principales relaciones e influencias que han mantenido históricamente el transporte y la alimentación local. Hace casi treinta años dediqué mi primer libro a estudiar la historia, características y recetas de la tradición culinaria de la comarca del Berguedà y ahondé en el origen de algunos de sus platos más característicos, como las endémicas patatas enmascaradas -delicado puré de patatas de montaña con sangre y menudo de cerdo- o una no menos deliciosa sopa de maíz blanco, muy parecida al célebre pozole mejicano, que aquí llamamos escudella de blat de moro escairat y de la que ya les he hablado alguna vez.
La cosa es que si, como defiendo, la fórmula de la cocina es ingredientes más conocimiento, la llegada de los ingredientes a lo largo del tiempo más la de la información necesaria para procesarlos ha sido clave para la evolución de las distintas tradiciones gastronómicas.

Chocolate de Dubái
Durante la mayor parte de la historia, tanto los ingredientes foráneos como los conocimientos asociados a su uso viajaban a la velocidad de las recuas de asnos o mulas de los arrieros, es decir, a 3 o 4 kilómetros por hora. Imaginen lo que tardaron en llegar las primeras papas o el maíz americanos hasta el Prepirineo. Pero, aunque hoy pueda sonar paradójico, las enseñanzas relativas al aprovechamiento y transformación culinaria de esos ultramarinos viajaba aún más lentamente, porque es más fácil que cambie de manos repetidas veces un saco de panochas que la explicación sobre la técnica para nixtamalizar los granos, cuando ni siquiera se es consciente del valor de tal información.
Al final, sabemos que la incorporación a las gastronomías del viejo continente de algunos productos americanos hoy tan populares como las patatas, el tomate o el maíz, llegó a tardar siglos.
La segunda consecuencia de la velocidad de esas caravanas de mulas o asnos fue la necesidad de que proliferaran en los caminos posadas, ventas, hostales y fondas para que pudieran dormir y comer tanto los animales cómo los trajineros. Así pues, en la tradición de arrieros, transportistas y viajeros está la semilla de nuestra industria hostelera y, de hecho, la presencia frecuente de viajantes era uno de los indicadores más buscados para conocer la calidad de la oferta de una fonda hasta que llegaron las listas, guías o buscadores on-line. Aún hoy el volumen de camiones -actuales arrieros mecanizados- en los aparcamientos de los restaurantes de carretera continúa siendo para mí más fiable que el Google maps.
Pero el ritmo de la historia se ha acelerado exponencialmente. Es tanta la velocidad a la que viajan hoy los productos, y mucha más la información, que compromete el propio concepto de cocina local. Veamos el último y más radical ejemplo. La primera tableta de chocolate Dubái nació, cuatro años atrás, en un lejano rincón de la costa del Golfo Pérsico sin hacer mucho ruido hasta que, hará un año y medio escaso, se viralizó en TikTok. En pocos meses se podían encontrar versiones de este chocolate con pasta kataifi y pistacho desde las chocolaterías de autor a los supermercados del mundo entero. La globalización gastronómica es un hecho irremisible, me temo.
Por cierto, este mediodía en el Ayuntamiento de Berga se entregan unas herraduras honoríficas a quienes han colaborado en la fiesta. También me dan una a mí. Quien de verdad la merece es mi hermano, heredero de la saga guarnicionera familiar.