Reconquistar la cocina
Opinión
No hace mucho, el dueño de una popular cadena de supermercados hizo unas declaraciones en las que afirmaba que dentro de unos años no cocinaremos en casa. Todos nos llevamos las manos a la cabeza ante la idea, achacándole al empresario la intención de acabar, debido a sus intereses, con algo tan nuestro. Muchos lo hicimos, probablemente, desde nuestros apartamentos de cocina exigua, sin darnos cuenta de que atacando a este hombre, que quizás no tenga entre sus virtudes la de saber callar a tiempo, es verdad, atacábamos al dedo y no a la luna hacia la que apunta.
Cada vez se cocina menos en casa. Eso es algo que, al empresario en cuestión, como a muchos otros que como él venden comida preparada, le viene estupendamente, aunque no sean ellos quienes hayan puesto en marcha una tendencia que simplemente aprovechan.
Compara la cocina de tu casa con la que tenían tus padres o tus abuelos; compara el número de horas que pasas en ella -cocinando o a la mesa, comiendo o compartiendo charla y café- con las que ellos pasaron en la suya. Probablemente en esto, tú como yo, salgas perdiendo en la comparación. Y corrígeme si me equivoco, pero ni tu casa ni tu cocina han sido diseñadas, construidas o aprobadas en pleno municipal por el dueño del supermercado que no sabe quedarse callado.
El problema es más profundo, sistémico. Cada vez, desde hace algunas décadas, se construyen viviendas con menos metros cuadrados de cocina. Eso nos expulsa de ese espacio, nos expropia el que tradicionalmente fue el centro de la vida doméstica. Y esto en el caso, cada vez menos probable, de que dispongamos de una cocina en propiedad para nosotros -y nuestra familia- solos. Si compartes piso, si te vez sujeto a alquileres precarizantes que te fuerzan a cambiar de vivienda cada poco tiempo, al ritmo de las plataformas de alquileres turísticos, de nómadas digitales y de propietarios con mentalidad de tiburón, la cosa se pone aún más complicada.
Vivimos, cada vez más, en barrios que se construyen para que haya poco comercio a pie de calla, en PAUs que niegan la posibilidad de una tienda de proximidad, de un bar del que hacerse cliente cotidiano, ya no digamos de un mercado, porque ese espacio puede ser ocupado por zonas comunes de los bloques, por gimnasios y piscinas comunitarios que añaden valor a la vivienda al ritmo al que se lo restan a los espacios públicos.
Cabe la posibilidad de que ya no trabajes cerca de donde vives, de que te desplaces cada día a otro barrio, a un polígono, a otra ciudad. Esas horas de coche, de intercambiador o de cercanías que te impiden regresar a casa para comer a mediodía y que hacen que llegan, a la noche, sin muchas ganas de cocinar no las han inventado los grandes supermercados.
Puede que, al contrario de lo que hacían generaciones precedentes, el fin de semana no quieras invitar a gente a comer a casa y prefieras verte con ellos para tomar unas cañas o para comer en un restaurante. No hay nada malo en ello. Se trata de uno de esos cambios de hábitos que se van instalando en las sociedades con el paso del tiempo y las transforman, de tal modo que, si muchas cosas no comienzan a cambiar pronto, acabará llevándonos a un escenario en el que la mayoría cocinemos realmente poco.
Y lo cierto es que me cuesta culpar a nadie en concreto por ello. Si tienes menos tiempo, cocinas menos; si tienes menos recursos económicos, seguramente acabas adaptándote a las opciones a tu disposición, que ni son siempre las más saludades ni las que más te empujan a cocinar. Si tu cocina es pequeña, si no tienes sitio para disponer en ella de lo esencial, acabas por verte expulsado de ese espacio. Si tu casero decide que te arreglas perfectamente con dos fogones en lugar de cuatro y que para qué necesitas un horno…
Si para ir a hacer la compra necesitas un coche que quizás no tengas, o en su defecto hacer un puzzle de líneas de autobús que se entrecruzan, horarios laborales, personales y familiares que te limitan, quizás, solo quizás, el problema no esté en una cadena de supermercados o en un empresario logorreico y resida en un lugar bastante más profundo y que, al menos a mí, me parece más preocupante.
Por eso creo que es importante ejercer una resistencia activa, siempre que se tenga la oportunidad y en los espacios y tiempos en los que nos resulte posible. Cocinar como rebelión y como declaración de intenciones. Salir a la calle y comerse, en un banco, un bocadillo preparado en casa, hacer un picnic en el parque, llevarse la cerveza y el tupper de ensalada a la playa; salir el domingo a caminar por la montaña y llevarse algo para comer allí arriba. Porque lo contrario es conceder que la cocina se ha convertido en un negocio, en una transacción comercial, en algo por lo que se paga, como única opción, si se quiere disfrutar.
Por supuesto, entiendo y valoro la cocina como actividad económica. Claro que frecuento, y en ocasiones admiro, todo tipo de negocios de hostelería. También, ocasionalmente, compro algo de comida preparada en el supermercado, como tanta gente. A lo que me niego no es a su existencia, sino a convertir estas en las únicas alternativas. Creo que son una parte importante de nuestro ecosistema cotidiano, pero como una opción, como una alternativa, no como la única posibilidad. Eso es algo que no quiero aceptar.
Me niego porque cocinar ha sido siempre mucho más que preparar alimentos. Cocinar es un acto social, crea grupo, familia y pertenencia; da forma a barrios y a ciudades, genera espacios seguros de convivencia, pero también una manera de relacionarnos. Si privatizamos también esto, estamos privatizando una parte esencial de nuestra sociedad.
Por eso hay que cocinar siempre que se pueda. Por eso me parecen importantes gestos como llevarse el termo de café y disfrutarlo con calma en un banco de cualquier plaza; aparecer un día con un bizcocho en el trabajo, preguntarle por platos de su infancia a nuestros mayores, tomarse un vino en la cocina mientras otro prepara la cena e intercambiar, mañana, los papeles. Cocinar para otros, cocinar para los tuyos. Cocinar para ti. Entender que la cocina no está solamente en el restaurante, en el local de menú del día o en el lineal del supermercado en el que, si quieres, puedes también calentarla para tomarla allí mismo; asumir que, si la cocina desaparece de todas esas otras esferas -domésticas, públicas, compartidas, gratuitas, comunitarias, transversales- con ella desaparecen muchas otras cosas que no nos va a vender ningún supermercado y que nos va a costar reconstruir.