Cuando las estrellas dejaron de verse en el cielo, comenzamos a proyectarlas: así nos devolvieron los planetarios el universo que las ciudades nos robaron
Espacio
Un viaje por la historia de los planetarios, los teatros del universo que nos enseñaron a mirar arriba
Los mayores motores de inteligencia artificial del mundo se desarrollan con un lenguaje que nació de los Monty Python: “El objetivo es conseguir código elegante y sencillo, como un haiku”
Imagen del último planetario de Tokio.
En la antigüedad, el espectáculo del firmamento estrellado era algo familiar para casi todo el mundo. Bastaba con levantar los ojos al cielo en una noche clara. Hoy, por desgracia, numerosos inconvenientes se han conjurado para privarnos de esa visión: contaminación, luces parásitas, falta de horizontes despejados y —más probablemente— nuestro frenético ritmo de vida que parece opuesto a poder dedicar unos instantes a la contemplación de la bóveda celeste.
Pocos son capaces de identificar en el cielo aquellas figuras imaginarias que nuestros antepasados tenían tan interiorizadas. Como mucho, la Osa Mayor o, en invierno, el familiar asterismo de Orión. Los signos del Zodíaco están relegados a la sección de horóscopos del diario. Diferenciar un planeta de una estrella ya es un trabajo para nota.
No siempre fue así. A mediados del siglo XVII, la teoría heliocéntrica había desplazado a la antigua creencia en un Universo centrado en nuestro pequeño planeta. Varios astrónomos se lanzaron a la tarea de representar mecánicamente cómo funcionaba el sistema solar. Les asignaron diversos nombres: planetario, estelario, telurio, lunario… pero el concepto se mantenía invariable: un gran globo central —el Sol— alrededor del cual giraban bolitas de menor tamaño.
Uno de los más antiguos es la “esfera de Leyden”, un artilugio de dos metros de altura compuesto por un par de anillos que simulan la esfera celeste, en cuyo ecuador hay una banda metálica con los doce signos zodiacales. En su interior, un mecanismo de relojería mueve los planetas conocidos entonces (desde Mercurio hasta Saturno), junto con la Luna, que gira alrededor de la Tierra y los cuatro satélites galileanos, en torno a Júpiter.
Planetario copernicano.
Aparte del excelente trabajo de relojería que muestran todos sus engranajes, tiene algunos detalles extraordinarios, como el sistema de pequeñas levas que simulaban la excentricidad de las órbitas de los planetas, algo fantástico dada la época de su construcción. Y más fantástico aún es el hecho de que estuviese funcionando sin averías durante más de un siglo. Hoy puede verse en el museo Boerhaave de Leyden, uno de los tres —junto con los de Florencia y Oxford— más importantes para conocer el desarrollo de la historia de la ciencia.
Le siguieron muchos más. Desde modelos de sobremesa hasta otros, gigantescos, que ocupaban habitaciones enteras. Como el planetario copernicano de Múnich, una sala cilíndrica de doce metros de diámetro. Las bolas correspondientes a Sol y planetas estaban suspendidas de un mecanismo en el techo y en las paredes se habían pintado las constelaciones zodiacales en las que casi doscientas bombillitas representaban a las principales estrellas. Los visitantes podían subir en un carrito que simulaba la Tierra posicionada en diferentes épocas del año. Un pequeño telescopio (que reducía en lugar de aumentar) les permitía ver la posición de los planetas desde esa perspectiva.
Todos estos modelos sufrían un obstáculo insalvable: la escala. Era imposible presentar Sol y planetas a sus tamaños relativos
Pero todos estos modelos sufrían un obstáculo insalvable: la escala. Era imposible presentar Sol y planetas a sus tamaños relativos. Y, en especial, con las inmensas distancias entre sus órbitas.
La solución llegaría de la mano de Walther Bauersfeld, un ingeniero de la fábrica Zeiss en Jena. Fue él quien ideo y dirigió la construcción del primer planetario óptico-mecánico. Básicamente, una serie de proyectores de luz que simulaban el aspecto del cielo desde dentro de una cúpula. Sol y planetas podían moverse sin más que redirigir el correspondiente foco. Todo el firmamento giraba en su movimiento diurno, simplemente haciendo rotar todo el proyector. La sensación era extraordinaria, casi idéntica a contemplar realmente un cielo estrellado.
El primer modelo se construyó en 1923 y se instaló, como prueba, en el tejado de la propia fábrica Zeiss. Una vez refinado el diseño y corregidos todos los flecos que presentaba un dispositivo tan complejo, empezó la producción del primer modelo comercial.
Primer planetario Zeiss.
Se abrió al público en 1925. Ocupaba una sala abovedada en el Deutsches Museum de Múnich, con asientos para unos 200 espectadores. Estaban distribuidos en filas concéntricas, de forma que todos disfrutaban de la misma vista de la cúpula. (Bueno, en realidad, había algunos privilegiados, los situados al lado norte. En nuestras latitudes, los planetas circulan de este a oeste pasando por el sur y eso es exactamente lo que reproducía el nuevo artilugio. Quienes se sentaban en el lado norte de la cúpula tenían que torcer el cuello para ver a Marte o Júpiter desfilar sobre sus cabezas).
Una semiesfera metálica contenía los proyectores que formaban el fondo fijo de estrellas del hemisferio norte. Para simular su movimiento diurno —en realidad, es la Tierra la que gira, pero para nosotros es como si el firmamento lo hiciera, de izquierda a derecha— todo el aparato rotaba lentamente. Para reproducir los cielos del sur, otra semiesfera en el lado opuesto sostenía unos proyectores similares
Los planetas eran otro asunto. Cada uno debía seguir su propio camino frente al telón de fondo y a la velocidad adecuada. Por eso, el planetario disponía de varios proyectores individuales: uno para el Sol, otro para la Luna y otros para Mercurio, Venus, etc.
Los focos que simulaban los planetas iban instalados sobre un mecanismo de relojería compuesto por varios engranajes. El número de dientes en cada rueda estaba calculado para que el movimiento del punto de luz sobre la cúpula se hiciese al ritmo adecuado según las leyes de la dinámica celeste.
EL planetario de Zeiss tuvo un éxito inmediato. Permitía disfrutar del espectáculo, hiciese frío o calor, con cielos nublados o despejados y cómodamente sentado en una butaca, escuchando a un monitor que señalaba este o aquel astro mientras relataba las leyendas asociadas a cada constelación.
Planetario Zeiss.
Durante muchos años, la empresa alemana fue la única proveedora de planetarios. Con el tiempo, su diseño cambió un poco, adoptando la conocida forma de “pesas de gimnasia” con una esfera en cada extremo: una para las estrellas del hemisferio norte, otra para el sur. Los proyectores de planetas se alojaban en el cuerpo central. Haciéndolo bascular podía simularse el aspecto del cielo desde cualquier localización desde el polo a ecuador.
Al diseño básico se añadieron también otros grupos ópticos que mejoraban el espectáculo: la vía Láctea, las fases lunares, cometas, estrellas fugaces, auroras y las líneas de referencia como horizonte, eclíptica y meridianos. La atención al detalle se llevó al extremo de incluir un proyector especial para la estrella Sirio, que simulaba su paralaje o movimiento aparente según la época del año. Y sonido panorámico. Algunos planetarios llegaron a embeber en lo alto de la cúpula un flash cegador para provocar el estallido de una supernova.
Al diseño básico se añadieron otros grupos ópticos que mejoraban el espectáculo: la vía Láctea, las fases lunares, cometas, estrellas fugaces, auroras...
Pero el corazón del planetario seguía siendo los centenares de estrellas que tachonaban el firmamento. La imagen total era un puzle formado por grupos de que tapizaba toda la cúpula. Cada grupo correspondía a un proyector con su correspondiente “diapositiva”. Esta era una pieza metálica hexagonal de pocos centímetros, en la que se habían taladrado, uno a uno, diminutos orificios con el diámetro justo para que el brillo de la estrella fuese el adecuado. Además, su posición estaba cuidadosamente calculada para que al proyectarla en la pantalla esférica el aspecto de la constelación no se distorsionase.
Todo el planetario —que pesa toneladas— era un mecanismo de precisión. El diámetro de la cúpula podía ir de doce a 35 metros (el de San Petersburgo tiene 37) pero Zeiss no toleraba errores superiores a los dos centímetros en su radio. Entendía que discrepancias mayores harían que las imágenes de las estrellas se desenfocasen y perdiese realismo. Aunque pocos disfrutaban de vista tan aguda que hubieran podido apreciarlo.
La esfera de Leyden.
Durante mucho tiempo, la marca alemana mantuvo el monopolio de la construcción de planetarios. Hacia los años 70 otras marcas irrumpieron en el mercado, principalmente, norteamericanas y japonesas. Para entonces, las instalaciones habían proliferado por todo el mundo. Casi no había ciudad que no dispusiese de un planetario, por lo general, albergado en un edificio especialmente diseñado con aire futurista y aforos que a veces rondaban las 500 personas.
Pero el planetario tradicional optomecánico, que no había tenido competencia en medio siglo, estaba a punto de toparse con un rival a su altura: el proyector electrónico, que de un plumazo eliminaba toda la complicación de engranajes y bielas, sustituyéndolas por un ordenador.
El planetario electrónico ofrecía capacidades inalcanzables para otros modelos
La idea era simple y elegante: bastaba con reproducir el firmamento en una pantalla de rayos catódicos situada horizontalmente y proyectarlo a través de un objetivo ojo de pez que abarcase toda la cúpula. Eso sí, tenía que ser una pantalla de altísima luminosidad y el mapa de estrellas (plano) debía generarse teniendo en cuenta las distorsiones que sufriría en una superficie esférica.
El planetario electrónico ofrecía capacidades inalcanzables para otros modelos. No solo podía reproducir el cielo de esta misma noche, sino simular su aspecto miles, millones de años atrás o el futuro, cuando la forma de las constelaciones hubiese cambiado hasta hacerlas irreconocibles. Podía proyectar imágenes de la Vía Láctea vista desde fuera, representar un choque de galaxias o reproducir el aterrizaje de una nave espacial en la Luna.
El astronauta Charlie Duke repite su misión Apolo 16 en un planetario burbuja.
Los puristas aseguraban que la calidad de imagen de los nuevos proyectores era muy inferior a la de los tradicionales. Pero su manejo era tan flexible y ofrecía tantas posibilidades creativas, que el destino del planetario mecánico estaba sellado.
Poco después, el proyector de estrellas se complementó con otros equipos audiovisuales: docenas de proyectores distribuidos alrededor de la sala que podían reproducir casi cualquier escenario que el programador imaginase. Hoy, los planetarios se han convertido en teatros multimedia, donde imágenes y sonidos se combinan para arropar desde una película a cúpula completa hasta un concierto de música electrónica.
En España, el primer planetario público se abrió en Barcelona
En España, el primer planetario público se abrió en Barcelona, como parte de las instalaciones del Museu de la Ciència, germen del actual CosmoCaixa. Era un proyector mediano, marca Zeiss, instalado en el centro de una cúpula de 10,5 metros el máximo que permitían los pilares de la antigua capilla en la que se instaló). No fue posible disponer de una bóveda prefabricada de aluminio, como recomendaba el fabricante, así que se construyó uniendo entre sí grandes piezas de yeso de forma triangular con la curvatura adecuada. Fue poco menos que una hazaña puesto que, aun tratándose de un trabajo casi artesanal, la tolerancia final de la cúpula no llegaba al centímetro, la mitad de lo que exigía Zeiss.
Aunque el proyector era un modelo relativamente pequeño, la mecánica que accionaba los proyectores era tan precisa como un cronómetro. Millares de espectadores pasaron por su sala hasta que fue sustituido por un modelo digital, más acorde con los nuevos tiempos.
Planetario original del Museu de la Ciència.
Durante un breve periodo Barcelona tuvo dos planetarios públicos; el segundo, instalado en un edificio ad-hoc, en la calle Escuelas Pías. Cuando dejó de funcionar, la construcción pasó a manos privadas y se dedicó a otros usos más convencionales, pero todavía es identificable por su cúpula, visible desde el exterior.
Un planetario del mismo modelo se abrió poco después en la Casa de las Ciencias de la Coruña. Le seguiría muchos más: Granada, Madrid, Pamplona, Tenerife… Suelen presentar programas pregrabados, de alrededor de una hora de duración sobre temas no siempre relacionados con la astronomía. La proyección en cúpula permite mostrar desde técnicas de navegación hasta navegar por el interior del cuerpo humano.
Y todo ello, sin olvidar los planetarios miniatura, con capacidad para sólo unas docenas de espectadores. No tienen estructura fija, sino que utilizan cúpulas inflables y el público suele sentarse en taburetes plegables o directamente en el suelo. Existen muchos, que acostumbran a instalarse en escuelas o centros cívicos. En Barcelona, sin ir más lejos, hay uno semipermanente en el Museu Marítim.
La calidad de imagen que ofrecen estos planetarios-burbuja no es tanta como la de sus hermanos mayores, pero presentan sobre ellos una inmensa ventaja: no están totalmente dirigidos por un computador, sino que es un presentador humano el que explica la presentación y dialoga con los asistentes. La interacción personal —ya casi inexistente en los grandes planetarios cuya oferta suele limitarse a programas enlatados— es la que nos ayuda a recuperar la fascinación por el eterno espectáculo del cielo estrellado.