Los adolescentes parecen tener el teléfono pegado a las manos, y, sin embargo, no lo contestan cuando suena. Este escenario, muy familiar para muchos padres, puede resultar absurdo y frustrante, o incluso alarmante para algunos. Pero también dice mucho sobre la manera en que los jóvenes de entre 13 y 18 años se relacionan hoy con los demás (o dejan de hacerlo). Que los smartphones estén siempre presentes en la vida diaria de los adolescentes no significa que los utilicen de la misma manera que los adultos.
Esa reticencia a “coger el teléfono” no es solo un rasgo generacional: señala una transformación más profunda en las prácticas de comunicación, las normas sociales y la etiqueta digital.
Hay mucho más detrás de este modo de comunicarse a medias que el simple cliché del adolescente “inalcanzable”. Las dinámicas sociales, afectivas y emocionales que se ponen en juego en este grupo de edad merecen ser descifradas.
Por qué la Generación Z ya no sube fotos a sus 'feeds'.
Un fenómeno generalizado
Controlar la conversación
“Yo nunca contesto llamadas a no ser que sea mi madre, o una emergencia, como un examen sorpresa en el colegio, o un amigo que se agobia por algo”, dice entre risas Léa, de 15 años. Detrás de este comentario, aparentemente trivial, se esconde un cambio más profundo de lo que parece. Los teléfonos, durante mucho tiempo considerados la herramienta por excelencia de la voz y la conversación en directo, cada vez se usan menos para hacer llamadas.
Para los adolescentes, las llamadas de voz ya no son el modo de comunicación por defecto. Son más bien la excepción, reservada a contextos muy concretos: situaciones de emergencia, momentos de angustia o cuando se necesita un consuelo inmediato. En todos los demás casos, la preferencia es el texto. La razón no es la pereza: la comunicación escrita –mensajes de texto, notas de voz o mensajes directos en Snapchat e Instagram– ofrece una relación completamente distinta con el tiempo, las emociones y el autocontrol.
Yo nunca contesto llamadas a no ser que sea mi madre, o una emergencia, como un examen sorpresa en el colegio, o un amigo que se agobia por algo
Contestar una llamada significa estar disponible aquí y ahora, sin red de seguridad, sin demora. Para muchos adolescentes, esa inmediatez se percibe como estresante, una pérdida de control. No hay tiempo de pensar lo que uno quiere decir. Se puede tartamudear, hablar de más o de menos, expresarse mal o quedar en evidencia.
La comunicación escrita, en cambio, permite mayor control: se puede redactar, borrar y reescribir, posponer y suavizar. Es más fácil comunicar de forma eficaz cuando primero se puede guardar silencio.
El deseo de controlar el tiempo, las palabras y las emociones no es un capricho adolescente. Refleja una forma más amplia de gestionar las relaciones sociales a través de las pantallas, en la que cada persona se concede el derecho a elegir cuándo, cómo y con qué intensidad conectarse.
En este contexto, el teléfono se convierte en una interfaz flexible que conecta y protege a la vez. Proporciona vínculos, pero también vías de escape.
“Cuando me aparece en la pantalla ‘Papá móvil’, dejo que suene. No tengo energía para aguantar una batería de preguntas. Prefiero escribirle después de que cuelgue”, cuenta Mehdi, de 16 años.
Este tipo de reacción no implica necesariamente rechazo o indiferencia: se trata más bien de una necesidad de espacio, de aplazar el intercambio y gestionarlo según los recursos emocionales de cada momento.
Paradójicamente, los teléfonos se han convertido en herramientas para evitar hablar. O más bien, en herramientas para decidir cuándo y cómo dejar entrar la voz, todo en nombre de mantener el equilibrio en las relaciones.
Joven revisando su móvil.
No es necesario contestar
El derecho a guardar silencio
No contestar ya no se considera una descortesía, sino una elección: una forma deliberada de marcar límites en un mundo hiperconectado donde se espera que todos estén disponibles en todo momento y a través de múltiples canales.
Para muchos adolescentes, no responder, ya sea de inmediato o en absoluto, forma parte de una estrategia deliberada de desconexión, percibida como un derecho que merece ser defendido.
“A veces dejo el móvil en modo silencio a propósito. Así puedo tener un poco de paz”, dice Elsa, de 17 años.
A veces dejo el móvil en modo silencio a propósito. Así puedo tener un poco de paz
Esta estrategia refleja un deseo de recuperar el control sobre el propio tiempo y la propia atención. Donde generaciones anteriores veían en el teléfono una promesa de conexión y cercanía, los adolescentes de hoy a veces lo experimentan como una fuente de presión.
En esta nueva forma de gestionar la disponibilidad, el silencio se convierte en una forma de comunicación en sí misma. No señala necesariamente rechazo: parece más bien una norma implícita en la que la disponibilidad ya no se da por hecha. Debe solicitarse, negociarse y construirse.
Como explica Lucas, de 16 años: “Mis amigos saben que no voy a contestar de inmediato. Primero mandan un Snap, tipo ‘¿te apetece una llamada?’. Si no, nada”.
Este ritual muestra un cambio de actitud. Llamar de improviso puede sentirse como una ruptura de la etiqueta digital. En cambio, esperar al momento adecuado y preguntar antes de llamar se interpreta como un gesto de respeto.
Esto significa que el teléfono ya no es solo una herramienta de comunicación. Se está convirtiendo en un espacio para construir relaciones, donde el silencio, lejos de ser un vacío, se percibe como un respiro necesario, una pausa en el flujo, un derecho a la intimidad.
Una joven fuma y lee su movil en las inmediaciones del colegio Pia Balmes.
¿Una falta de educación?
Cortesía digital
“¿Llamar por teléfono ahora se considera de mala educación?”, se pregunta un padre. Para muchos adultos, la ausencia de una respuesta de voz se entiende como un desaire y una violación de las reglas básicas de comunicación. Pero desde el punto de vista de un adolescente, no contestar no significa rechazo: simplemente refleja la aparición de nuevos códigos de conducta.
Estos códigos redefinen lo que podríamos llamar “cortesía digital”. Donde antes una llamada se entendía como un gesto de cuidado, ahora puede percibirse como intrusiva. Mientras tanto, responder mediante un mensaje aporta estructura, tiempo para pensar y la posibilidad de expresarse con más claridad, además de ofrecer la opción de aplazar o esquivar sin provocar un conflicto abierto.
¿Llamar por teléfono ahora se considera de mala educación?
No es que los adolescentes carezcan de empatía. Simplemente la expresan de otra manera, de forma más sutil y asincrónica. Con sus pares comparten rituales tácitos, como escribir antes de llamar, enviar emojis para expresar el estado de ánimo o la disponibilidad, y reglas implícitas sobre cuándo es buen momento para hablar. Lo que algunos adultos interpretan como frialdad o distancia es, en realidad, otra forma de atención.
Mientras estemos dispuestos a aceptar estas nuevas perspectivas y hablar de ellas sin juzgar, es posible entender esta transformación no como una ruptura de los lazos sociales, sino como una reinvención sutil de la manera en que nos relacionamos.
Nuevas formas de comunicarse
Reinventar los vínculos
En lugar de ver este silencio telefónico como una crisis de comunicación, tal vez deberíamos entenderlo como una oportunidad para reinventar la forma en que nos hablamos. Las tensiones pueden suavizarse y puede construirse un estilo de comunicación más calmado con los adolescentes si los adultos reconocen que las reglas han cambiado y que no pasa nada.
Podría empezar con una conversación simple y honesta sobre preferencias: algunos adolescentes prefieren los mensajes de texto para la información práctica, los mensajes de voz para compartir emociones (para decir, por ejemplo, que piensas en ellos) y las llamadas solo en casos de emergencia. Poner estas preferencias y hábitos en palabras y acordarlos ya es una forma de conectar y de construir confianza.
Antes de llamar, puede ser útil enviar un mensaje breve preguntando si la persona está disponible para hablar, alejándose de la lógica de mando y control para entrar en la de disponibilidad compartida.
También es importante aprender a aceptar el silencio. No responder de inmediato (o en absoluto) no es necesariamente una señal de rechazo o desinterés. A veces es solo una forma de respirar, de recentrarse, de proteger el propio espacio mental. Es una forma de respeto hacia uno mismo.
Por último, merece la pena reflexionar sobre nuestros propios hábitos: ¿y si nosotros, como adultos, exploráramos nuevas maneras de demostrar que nos importan los demás, que no pasen necesariamente por una llamada? Un emoji, una foto, un mensaje corto o incluso diferido pueden ser igual de significativos. La atención no siempre tiene que sonar en forma de tono de llamada.
Acortar la brecha generacional no significa volver al teléfono fijo, sino aprender a comprender los códigos, deseos y rutinas de cada uno. Al fin y al cabo, lo que los adolescentes nos piden no es comunicarnos menos, sino comunicarnos mejor.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Anne Cordier es Profesora de Ciencias de la Información y la Comunicación en la Universidad de Lorena.






