Emma Just, de 32 años, es una trabajadora polifacética y con muchas tablas. Hizo prácticas en un súper. Ha trabajado como recepcionista en una residencia, en un hotel de cuatro estrellas de Lloret y un restaurante de comida rápida de Blanes, donde entró como ayudante de cocina y acabó de mujer orquesta. “Mi empatía, mi responsabilidad y las ganas de trabajar y de hacer bien las cosas es lo que me define, no mi discapacidad del 33%”.
El 3 de diciembre, día de las Personas con Discapacidad, fue una jornada más para Emma, que también tiene dislexia y déficit de atención (“lo entiendo todo, pero puedo tardar un poco más que tú”). Sufre epilepsia, en especial en periodos de estrés. Después de un episodio, la llamaron de la hamburguesería, donde siempre estaba disponible para cambiar de turno o para trabajar en Navidad. “Mañana no vengas: estás despedida”, le dijeron.
Emma, con Nuri Medina, psicóloga responsable del equipo multidisciplinar de apoyo de la fundación Aspronis
¡Despedida!
Sí, aunque al día siguiente de cada desmayo ya estoy recuperada y mis recaídas son muy de tarde en tarde. Salí de allí y me tuve que ir a la peluquería de una amiga para llorar. Estaba fatal. Me hicieron sentir responsable de una enfermedad que yo no he elegido. Una enfermedad, por otra parte, de la que les avisé desde el primer momento. Lo he hecho en todos los lugares en los que he trabajado, como aquí cuando llegué, hace dos años.
¿Y qué lugar es este?
Es la lavandería industrial de un centro especial de trabajo de la fundación Aspronis, en Malgrat de Mar, que también forma a personas con discapacidad y las emplea en el empaquetado de productos (algunos, de marcas muy conocidas, que llegan al súper tal como salen de aquí). Otras compañeras y compañeros con discapacidad (en total somos 120) hacen tareas de jardinería o de mantenimiento de parques, de mobiliario urbano...
Aunque los centros especiales de trabajo denuncian agobios económicos, aquí se respira muy buen ambiente.
¡Sí! Y eso que la primera vez que vine, pensé que preferiría trabajar fuera, en una empresa ordinaria. Hoy sé que la empatía y el acompañamiento de aquí son impagables. Si algún día tengo una crisis, me comprenderán. ¡No me echarán! Hasta Elena, mi compañera en la lavandería y con la que vivo en un piso de apoyo, sabe que debe agarrarme para evitar que me caiga, tenderme de costado y contar cuánto tiempo tardo en recuperar la conciencia, en reiniciar el ordenador, como digo yo.
Me gustaría ser madre, tener un piso propio, vivir con mi chico”
¿Cómo son esos apagones?
Quienes me conocen, los ven venir. A veces me quedo quieta, mirando hacia el techo, aislada. Y me desplomo. Me desconecto. Cuando recupero la conciencia tardo un poquito en saber qué ha pasado. Si en ese momento, por ejemplo, me preguntaras cuál es mi número de teléfono, no te lo sabría decir. Y si me preguntas cómo me llamo, necesito tiempo para responder. Pero enseguida vuelvo a ser la misma. ¡Me encantan los animales! Y sé que hay perros de asistencia que te avisan de la inminencia de las crisis.
¿Cuándo fue la última?
Hace poco, en casa, con Elena, quizá a raíz de la medicación (tomo siete pastillas al día). O por unos cambios en el trabajo. Yo necesito una guía, una rutina para organizarme bien, si no lo tengo todo controlado mi cabeza explota, el agobio se apodera de mí y puede desencadenar un episodio. Aquel fue muy leve, según me dijo Elena, y por suerte estaba acostada cuando pasó.
Emma con Nuri; y, al fondo, Elena
¿Fundaciones como esta son un refugio contra el exterior?
Antes déjame decir que soy muy responsable. ¡Y no soy un caso único! Mi empatía, esa responsabilidad y las ganas de trabajar y de hacer bien las cosas es lo que me define, lo que nos define, no nuestra discapacidad (en mi caso, del 33%). Fuera hay gente buena y mala, como en todas partes. Pero fuera nos tienen que ver como personas, no como personas con una discapacidad.
Pero decía que inicialmente hubiera querido trabajar fuera...
Sí, pero con el tiempo me he dado cuenta de que aquí hay más seguimiento y estás más protegida, más acogida. Cuando empecé, pensaba que estaría agobiadísima, y ya he explicado cuánto me afecta eso, porque en la plantilla hay personas con discapacidades mucho más importantes que la mía y yo no me siento así. Luego he descubierto que esas personas destilan amor y es un gusto estar a su lado. Además, trabajar aquí es una mejora en muchos sentidos. Esto es más que una empresa.
¿Por qué?
Muy sencillo: porque si necesitas ayuda, te la dan. Si estás mal, tus monitores te escucharán. Eso fuera es más complicado. En el hotel, por ejemplo, se me iba el sueldo en taxis porque está en Lloret y yo vivo en Blanes, pero cuando acababa mi turno ya no pasaba el autobús. Adelantar la hora de entrada y de salida lo hubiera solucionado todo. Aunque cada año tenía el mismo problema, no pudieron solucionármelo.
¿Cómo se ve de mayor?
Ya soy independiente, pero un día me gustaría poder vivir con mi chico, Arnau, y con sus dos perros, Oso y Puça, a la que vi nacer. Él no tiene discapacidad y gana un poquito más que yo... También me gustaría tener hijos (“¿cuándo me harás abuela?”, me pregunta a veces mi madre). Y seguir formándome...
(La psicóloga Nuri Medina, coordinadora del equipo multidisciplinar de apoyo de Aspronis, presente en la charla, asiente cuando escucha ese afán de formación. La fundación, explica, también realiza itinerarios laborales y diseña planes de trabajo como parte del programa de acompañamiento continuo para los beneficiarios).
... Y también me gustaría tener un piso propio, no uno compartido y de apoyo, como el de ahora.
¿Cómo es la vida en ese piso?
Tengo dos tarjetas de crédito: una para la comida y otra para caprichos y ocio, pero ya no malgasto, como cuando era más joven y me pulía el salario en unas semanas con compras innecesarias. Mis monitores me han enseñado a ahorrar. La vida en el piso es muy agradable porque somos solo dos: Elena, con la que también trabajo en la lavandería, y yo. He estado en otros donde éramos cuatro y la convivencia era más difícil.


